Por César Tomé López
Con objeto de aportar algo de orden al mundo natural los humanos han
creado desde siempre clasificaciones de las sustancias en función de su
sabor y de su aspecto. Entre las categorías de sustancias más antiguas
están los ácidos, con su fuerte sabor agrio; los álcalis, amargos; y las
sales, de aspecto cristalino y solubles en agua. Sin embargo, estos
criterios han cambiado drásticamente a los largo de los siglos en
función del avance del conocimiento científico, de las técnicas
analíticas y de las teorías químicas.
El “antagonismo” entre ácidos y bases se conoce desde la antigüedad; los protoquímicos comenzaron a darse cuenta gradualmente de que el producto de estas “luchas” eran las sales. En el siglo XVIII, con la química ya establecida como actividad científica, la palabra “base” vino a significar cualquier sustancia que por reacción con un ácido daba lugar a una sal.
Entre las sustancias alcalinas más antiguas conocidas están la sosa
(carbonato de sodio) y la potasa (carbonato de potasio). Se obtenían a
partir de los extractos acuosos de las cenizas usadas en la producción
de jabón y vidrio, de ahí su nombre genérico, del árabe al-qaly,
“ceniza”. Estos álcalis “fijos” (no volátiles) se distinguían de otros
álcalis que eran volátiles como el amoniaco, que se producían por
descomposición de otras sustancias, como la urea de la orina. Algunas
sustancias como la caliza o la creta, formas en la que se encuentra en
estado natural el carbonato de calcio, se clasificaban como “tierras”
alcalinas.
Los protoquímicos medievales europeos también disponían de sustancias
como el espíritu del vinagre (ácido acético), cuyo proceso de
purificación habían aprendido de sus predecesores árabes. En sus
anaqueles también aparecían los ácidos inorgánicos, mucho más poderosos y
corrosivos: espíritu de la sal (ácido clorhídrico), espíritu del nitro
(ácido nítrico) y el espíritu del vitriolo (ácido sulfúrico). Estos
ácidos eran capaces de disolver muchos materiales, incluidos los
metales; incluso el oro, el más noble de todos ellos, sucumbía ante el
“agua regia” (una mezcla de ácidos clorhídrico y nítrico). Esta
capacidad como disolventes de los ácidos minerales los convertían en
artículos comerciales de alto valor y en potentísimos símbolos del
vocabulario alquímico.
El contacto entre cualquiera de estos espíritus y con un álcali
provocaba una reacción tumultuosa, a veces muy violenta, generando mucho
calor. Si el álcali era un carbonato también se observaba efervescencia
ya que liberaba “aire” (dióxido de carbono, en realidad). Estos hechos
cuadraban bien con las interpretaciones antropomórficas de los
alquímicos, que pensaban en términos binarios y veían a álcalis y ácidos
como poco menos que enemigos.
Los protoquímicos y después los químicos especularon de forma
continuada con las causas últimas de la acidez y la basicidad. Una
teoría que tiene su origen en Aristóteles, lo que no fue óbice para que
mantuviese su influencia hasta entrado el siglo XVIII, mantenía que la
materia tangible por sí misma no tiene propiedades intrínsecas; existían
unas esencias intangibles, los “principios” como los de “acidez”,
“basicidad” y “salinidad”, que se unían a la materia ordinaria. Estos
principios, sin embargo, no podían aislarse, lo que hacía que ácidos y
álcalis se definiesen de forma circular: una sustancia que reaccionaba
vigorosamente con una categoría era clasificada como la otra. La teoría
tenía un problema añadido, que era explicar el destino de estos
principios tras la reacción, ya que las sales formadas diferían
sustancialmente en propiedades de sus progenitores.
Robert Boyle redescubrió en el siglo XVII (Arnaldo de Villanueva ya
dejó constancia de ello a principios del siglo XIV) que ciertas
infusiones de plantas cambiaban de color al entrar en contacto con
ácidos y álcalis conocidos. Así, por ejemplo, el sirope de violetas es
azul por sí mismo, se vuelve rojo si entra en contacto con un ácido y
verde si lo hace con un álcali (hoy día, aunque cada vez se use menos,
el llamado tornasol es un extracto de determinados líquenes).
El redescubrimiento de Boyle permitió a los químicos romper la
circularidad en la definición de ácidos y álcalis, ya que ahora podían
clasificarse en función de una tercera referencia. Gracias a ello para
demostrar que las neutralizaciones de ácidos y álcalis concretos se
producían en unas proporciones de peso fijas había sólo un paso.
Sobre el autor: César Tomé López es divulgador científico y editor de Mapping Ignorance
Esta anotación es una participación de Experientia docet en el XXXIX Carnaval de la Química cuyo blog anfitrión es Gominolas de petróleo
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