El inventor nunca se alzó con el Nobel, pero es su nombre el que fue laureado por el Sistema Internacional de Unidades: la densidad del flujo magnético se mide desde entonces en teslas. El serboamericano vive a través de sus inventos y ahí radica su triunfo.
Pilar Sepúlveda Sánchez | Diagonal | 06/08/16
Lo contrario del olvido no es la
memoria, afirma el célebre historiador Paul Preston, sino la verdad. Es
difícil aceptar ese manido discurso que se esgrime contra Nikola Tesla,
aquel brillante inventor que aún hoy alumbra los caminos de la ciencia, y
que ha seducido a varias generaciones de tres siglos distintos. Dotado
de un instinto revolucionario que puso siempre al servicio de su notable
y profundo conocimiento matemático, se propuso construir los cimientos
tecnológicos y científicos sobre los que prosperaría la sociedad del
futuro.
Como todo verdadero genio, Tesla parecía
respirar el aire de otro planeta. Es su naturaleza imparable, su
altruismo y esa extraordinaria intuición que lo acompañará toda la vida,
las que lo han convertido en un hito. Nació en Smiljan, rayando la
medianoche de un 10 de julio de 1856. Las fantásticas circunstancias de
su nacimiento, en medio de una tormenta que rompía en haces de luz el
cielo de la actual Croacia, siguen nutriendo la imaginación de muchos,
que han visto en esto cierto aire de premonición. Tesla fue y sigue
siendo un personaje fascinante, capaz de inspirar a todo aquel que posea
todavía la cándida habilidad de maravillarse ante lo auténtico. Muchas
de sus ideas e inventos siguen estando vigentes, perfectos a través del
tiempo; por eso tiene de su lado a expertos y profanos. Refiriéndose al
sistema de corriente alterna polifásica, Bernard Behrend, quien fuera
Vicepresidente de la AIEE y amigo de Tesla, escribió: «No dejó nada por
hacer a los que le siguieron.» A Nikola Tesla se lo distingue por ser,
ante todo, un trabajador inagotable y un idealista, que soñó con
iluminar al mundo y no cejó.
Vivió en la Edad de Oro de la invención
Quien casi diez años después de su
llegada revolucionara el Nuevo Mundo con su sistema de corriente
alterna, desembarcó en Nueva York la primavera de 1884, dos semanas más
tarde de lo previsto. Se enfrentó al robo de casi todas sus pertenencias
y al motín que estalló en el barco que lo traía, pero no osó
desanimarse. Solo unas pocas monedas y algunos poemas en el bolsillo
bastaron para él. Tesla, horrorizado al principio de ese Nueva York
sucio y descortés, incivilizado, comenzó a trabajar inmediatamente en la
compañía de Thomas Edison. El inventor de la bombilla prometió al joven
Tesla 50.000$ a cambio de mejorar el rendimiento de su dinamo de
corriente continua, pero cuando este, tras meses de horas robadas al
sueño, reclamó el pago que se le debía, Edison rompió su palabra,
espetándole ya la célebre frase: «Usted no entiende nuestro humor
americano.» Tesla, muy herido, dimitió y trabajó durante un tiempo
cavando zanjas por dos dólares al día. Aquel invierno fue para él una
época de «Terribles dolores de cabeza y amargas lágrimas.» A pesar de
tan nefasto comienzo, nuestro inventor favorito no se rindió; gracias a
la ayuda financiera que le ofrecieron el director de la Western Union,
Alfred S. Brown y el fiscal Charles F. Peck, en abril de 1887 nació la
Tesla Electric Company. Desde aquella tarde en Budapest en la que el
genio evocara, como en una epifanía, unos versos de Goethe y trazase en
la arena el primer diagrama de su motor de inducción polifásico, hasta
entonces, Tesla nunca había estado tan cerca de realizar sus sueños. Es
este sencillo motor, concebido en 1882 y casi carente de piezas que
puedan averiarse, el que sigue utilizándose para la maquinaria
industrial, en algunos coches eléctricos –como el Tesla Roadster, el
primer modelo comercializado por Tesla Motors– e incluso en los
electrodomésticos que utilizamos a diario.
Más tarde, Nikola Tesla se aliaría con
George Westinghouse para implantar su sistema de corriente alterna, pero
solo unos años después debió hacer frente a la escisión de su contrato.
Un contrato que, en concepto de derechos de autor, lo habría convertido
en un hombre millonario. Consciente de las dificultades económicas que
padecía la compañía, rasgó en pedazos aquel papel y depositó en manos de
su socio todos sus anhelos. Sin duda constituyó un acto revolucionario,
entonces y ahora. Es una locura que alguien pudiese renunciar a tal
cantidad ingente de dinero, sobre todo para una sociedad que languidece
bajo los delirios cada vez más dementes de un copyright abusivo. Pese a
los oscurantistas intentos de Edison por hundir a Tesla y su sistema,
que incluían las dantescas ejecuciones de animales domésticos o la
invención de la silla eléctrica –un instrumento de muerte que las
autoridades penitenciarias utilizarían por primera vez en 1890–, fue el
inventor serbio y Westinghouse quienes iluminaron la Exposición
Colombina de 1893 con más de doscientas mil bombillas y neones. Allí le
ofrecieron al mundo la posibilidad de brillar, y en medio de una
espectacular celebración de la ciencia, la industria y el arte, su
victoria fue total. Solo tres años después, su peor enemigo, Edison,
vería cómo Tesla transmitía la energía eléctrica hasta la ciudad de
Buffalo, a varios kilómetros de distancia.
Pero el inventor serbo–americano se
caracterizaba por hallarse siempre enfrascado en nuevos proyectos.
Durante el último cuarto de siglo, EE.UU. se subió a la cresta de una
esperanzadora ola de progreso, posible en gran medida gracias a las
contribuciones de Tesla y sus setecientas patentes. El verdadero padre
de la radio realizó en 1898 la primera demostración de transmisión con
control remoto frente a una discreta multitud en Madison Square Garden,
asombrándolos con un barquito teledirigido cargado de torpedos que él
mismo construyó. Su trabajo puede considerarse un precedente de la
actual robótica y las comunicaciones inalámbricas, y ya en 1937 se
publicó una entrevista en la revista Liberty, en la que Tesla aseguraba
que en el futuro «hombres mecánicos» serían diseñados para ayudar a los
hombres en las tareas menos agradecidas. Fue también Tesla quien
produjera las primeras radiografías –las llamó shadowgraphs– y realizó
numerosos experimentos con rayos X hasta el incendio que devoró su
laboratorio y todas las maravillas que allí guardaba; un suceso que lo
afligió terriblemente. En 1895, tras el descubrimiento oficial de los
rayos X por Röntgen, Tesla le envió algunas de las fotografías que se
habían salvado de las llamas. Obtuvo una respuesta inmediata del físico
alemán, que le pidió saber cómo las hizo.
Nikola Tesla plantó además las semillas
que germinarían en las lámparas fluorescentes, la electromedicina y en
1917 habló de los radares, como en una visión, para la revista
Electrical Experimenter. Dedicó su vida a estudiar la naturaleza y fue
ecologista, aún cuando esa palabra no era más que una cáscara vacía de
significado: defendía que el avance tecnológico era posible manteniendo
el equilibrio medioambiental, pues los recursos naturales eran
suficientes y mucho más eficaces que los combustibles fósiles para
producir energía.
Un inventor de portada
Reconocido y muy valorado entre los
círculos especializados, Nikola Tesla ha sido condenado a la damnatio
memoriae estas últimas décadas, y su nombre se arrancó injustamente de
los libros escolares. Ha permanecido latente durante años, esperando
poder disfrutar de nuevo del prestigio social del que gozó la mayor
parte de su vida. El historiador W. Bernard Carlson, responsable de la
biografía Tesla: inventor of Electrical Age, señala que fue tan popular,
o más, que su némesis Edison.
El siglo XX alboreaba y la prensa acogía
a Tesla cariñosamente; hablaba de él casi siempre en términos
halagüeños; visionario, filósofo, el hacedor del futuro… Sus ideas y
artículos obtuvieron gran repercusión en un sinnúmero de revistas
especializadas, que ilustraban a veces las páginas con dibujos de sus
prototipos. En 1899, The New York Herald llegó a manifestar inquietud
por la salud del inventor yugoslavo, publicando un artículo que además
se hacía eco de los experimentos en los que Tesla llevaba absorto meses
en su laboratorio de Colorado Springs. Generalmente, se lo consideró un
inventor de increíble talento; el mago de la electricidad, si bien el
afirmar poco después que había recibido una señal procedente de Marte le
acarreó severos perjuicios y críticas, además de restarle credibilidad.
No obstante, incluso durante su vejez, rodeado de palomas y
protagonizando titulares estrambóticos, Tesla mantuvo el apoyo de sus
amigos. Robert Underwood Johnson, diplomático y editor de The Century
Magazine, fue quien lo presentara a importantes personalidades y abogase
por él hasta el día de su muerte, acaecida varios años antes que la de
nuestro inventor. Su esposa Katherine McMahon Johnson fue también gran
amiga de Tesla, y de la correspondencia que mantuvieron se intuye que
pudo haber sido la única mujer a la que amó. El renombrado escritor Mark
Twain, John Jacob Astor o Hugo Gernsback son solo algunos de sus amigos
personales. Fue este último quien consiguió convencer a Tesla para que
escribiese Mis inventos, una autobiografía publicada originalmente en
1919 por la revista Electrical Experimenter, y que constituyó un hito
periodístico para Gernsback.
En 1909, Tesla vería cómo Guglielmo
Marconi y Karl Ferdinand compartían el Nobel de Física «En
reconocimiento a sus contribuciones al desarrollo de la telegrafía sin
hilos». Marconi, el padre de la radio que utilizó al menos diez patentes
de Tesla para llevar a cabo su prodigio, se vio implicado en una
batalla legal que finalmente perdería en 1943, cuando la Corte Suprema
de Estados Unidos dictó sentencia: La radio pertenece a Tesla. El
inventor cosechó hasta trece doctorados honoris causa –Belgrado, Praga,
París, Yale, Poitiers…–, se le concedió la medalla John Scott, la
medalla Edison –inicialmente rechazada–, la Orden de San Sava y
numerosos reconocimientos internacionales. Con motivo de su 75
cumpleaños recibió cartas de los científicos más sobresalientes, e
incluso Einstein, cuya teoría de la relatividad Tesla cuestionaba muy
duramente, le enviaría una carta en la que lo felicitaba y elogiaba por
una vida de trabajo y éxito. La revista Time quiso homenajearlo también,
convirtiéndolo en portada semanal, y apenas seis meses antes de su
muerte se reunió con su sobrino, el diplomático Sava Kosanović y el rey
Pedro II de Yugoslavia, en su habitación del Hotel New Yorker. El
encuentro fue muy especial para Tesla, que dicen acabó llorando junto al
monarca después de expresarle su afecto y el sincero deseo de que
guardase Yugoslavia y la unidad nacional entre serbios, croatas y
eslovenos.
Su ruina, su Torre
Tesla inventó la bobina que lleva su
nombre en 1891 con el fin de impulsar nuevas formas de iluminación
inalámbrica, aunque más tarde esto se convirtió en la base de su sistema
Wardenclyffe. Hace más de un siglo, la mente maravillosa de Smiljan,
concibió la posibilidad de transmitir electricidad sin cables
aprovechando la conductividad de la ionosfera y pretendió, además,
enviar a través de ondas electromagnéticas comunicaciones de voz,
imágenes, registros, música, etc, de forma instantánea y con
independencia de la distancia. En 1901, Tesla consiguió interesar al
magnate John Pierpont Morgan para que invirtiese en esto; su Sistema
Mundial de Inteligencia. Tras las negociaciones con Morgan, cedió el
interés del 51% de sus patentes –inclusive las futuras– relacionadas con
la iluminación eléctrica y con la telegrafía inalámbrica, a cambio de
150.000.00$ iniciales. Tesla encargó al arquitecto Stanford White la
construcción del primer edificio en Long Island: una gigantesca torre de
transmisión, con más de 60 metros de altura y un laboratorio donde él
trabajaría, pero el proyecto pronto empezó a desangrarse económicamente,
y después de una serie de pruebas más o menos exitosas, en 1903 The New
York Sun se hizo eco de los extraños acontecimientos sucedidos en Long
Island: «Toda suerte de relámpagos destellaron desde la torre y los
polos. El aire se llenó de cegadores rayos eléctricos que parecían salir
disparados hacia la oscuridad en alguna misteriosa misión.» Tesla,
desesperado, enviaría profusas cartas a J.P. Morgan, esta vez
suplicándole nuevas concesiones económicas: «[…] Desde hace un año,
señor Morgan, rara es la noche en la que mi almohada no se ha empapado
en lágrimas.» Al final, viendo rechazadas todas sus peticiones y en un
ataque de ingenua sinceridad, le confesó al inversor su idea de
transmitir inalámbrica y gratuitamente la energía a escala global.
Esperaba así obtener los fondos suficientes para convertirlo en una
realidad tangible, pero Morgan, que para entonces se proponía cablear
todo Estados Unidos, vio peligrar su monopolio y le retiró la
financiación definitivamente.
Pese a su fracaso en Long Island, la
Waltham Watch lo contrató en 1906 para construir el primer y único
indicador de velocidad que funcionaba por fricción del aire. El
velocímetro, que se utilizó en coches de lujo, Pierce-Arrow, Packard, y
Lincoln fue oficialmente patentado por Tesla una década después. Sus
éxitos menores con esto y las turbinas sin aspas no fueron suficientes
para hacer frente a las deudas que lo aquejaban desde el abandono de la
torre, y ese mismo año The New York World publicó un destructivo
artículo exponiendo los apuros financieros del inventor, que se
declararía en bancarrota. Pero Tesla no se amedrentaba; la Torre
Wardenclyffe se destruyó definitivamente el verano de 1917 para paliar
las deudas que contrajo en el Waldorf Astoria –donde vivió casi veinte
años– y amparado únicamente por su trabajo, comenzó a desarrollar otros
inventos. La prematura muerte de John Astor IV en la tragedia del RMS
Titanic –propiedad de J.P. Morgan– acabó con las pretensiones de Tesla,
que en 1908 preparaba junto a su mejor inversor, y posiblemente el que
mejor lo comprendía, un aeroplano completamente diferente al que se
conocía hasta entonces. Siempre a la vanguardia, patentó en los años
veinte su genuino biplano de despegue y aterrizaje vertical, pero una
vez más no pudo verlo hecho realidad por falta de fondos. Hubo que
esperar más de cuarenta años hasta la aparición de los primeros modelos
Harrier, los únicos que tuvieron éxito comercial.
Tesla, un héroe moderno
Es difícil desprenderse de la ternura al
escribir sobre él; el inventor que se proclamó contrario a la pena de
muerte en 1902, poseedor de un alma tan sensible como la de un pintor,
que se sintió inspirado por el talento de su madre analfabeta y emigró
para rozar las estrellas. Tesla pasaría sus últimos días confinado en el
Hotel New Yorker, recibiendo un sueldo de 125$ como consultor de la
Westinghouse –que pagaba además su alquiler– y dedicado casi
exclusivamente a teorizar. Tras su muerte en 1943 y mientras el FBI
requisaba todo cuanto había en la habitación 3327, barras y estrellas
vistieron la mitad de su ataúd. La otra mitad quiso honrarla Yugoslavia,
y ambas banderas lo arroparon en un funeral de Estado al que asistieron
2.000 personas. Así, el país que tanto había amado y que lo adoptó en
1891, lo reconocía para siempre como a uno de sus mejores hombres.
Si bien Nikola Tesla nunca se alzó con
el Nobel, y solo una vez –en 1937–, el Comité lo nominaría, es su nombre
el que fue laureado en 1960 por el SI –Sistema Internacional de
Unidades–. La densidad del flujo magnético se mide desde entonces en
teslas (T); un reconocimiento científico mucho más relevante que poseer
un galardón a menudo controvertido. Pero además, Tesla vive a través de
sus inventos y ahí radica su triunfo.
La energía eléctrica inalámbrica actual
es deudora de sus ideas y patentes. Como Nikola Tesla hace más de cien
años, el director ejecutivo de WiTricity, Eric Giler, realiza
espectaculares demostraciones de las múltiples facilidades que ofrece la
energía inalámbrica, frente a un público que aplaude atónito la
posibilidad cada vez más cercana de cargar su móvil, el coche o un
marcapasos sin necesidad de cables y en casa. Más tardará en fructificar
el proyecto de los hermanos Plekhanov, dos físicos rusos que han
rescatado las patentes de Tesla y quieren continuar el sueño del
visionario serbo-estadounidense: construir una nueva torre de
transmisión financiada través de crowdfunding. La campaña de recaudación
finalizó en 2014 sin demasiado éxito, pero dibuja igualmente un
panorama alentador.
No solo el mundo científico se pliega
ante Tesla; más recientemente la cultura pop se ha propuesto
redescubrirlo. Desde la película biográfica El Secreto de Nikola Tesla,
estrenada en los años 80 –y en la que Orson Welles aparecía brevemente
representando el papel de J.P. Morgan–, hasta El truco Final (el
prestigio) van casi treinta años. No importa; su figura sigue siendo
incombustible, y son muchos los que ya enarbolan sin complejos banderas
teslianas, convirtiéndolo en un paladín del futuro. La fama de genio
excéntrico lo ha convertido en un fenómeno fan, y cuenta ya con su
propio género de ciencia ficción –el Teslapunk, derivado del Steampunk–
que postula una realidad alternativa. Videojuegos como The Order 1886 o
Teslagrad rescatan la memoria de sus inventos, y se han escrito decenas
de libros y cómics en los que es protagonista directa o indirectamente.
Relámpagos, del francés Echenoz o Atomic Robo –de los americanos
Clevigner y Wegener– son solo algunos ejemplos.
Su legado reposa en el Museo Nikola
Tesla de Belgrado, gracias a la acción incansable de su sobrino por
recuperarlo, pero también lo hace en todo aquel que crea en la
tecnología como una forma de progreso humano. Así, sigamos el ejemplo de
Tesla; hagamos caso a las palabras de Kafka: «No cedáis; no bajéis el
tono, ni tratéis de hacerlo lógico, no editéis vuestra alma de acuerdo a
la moda. Mejor, seguid sin piedad vuestras obsesiones más intensas», y
el Mundo seguirá avanzando. Pero sobre todo, no lo olvidemos; es la
bella locura de Tesla la que sigue iluminándonos.
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