sábado, 27 de febrero de 2010

Pérdida de biodiversidad importa, y es crucial contarlo

Por David Dickson
Director SciDev.Net



Para revertir la pérdida de biodiversidad hay que contarle a la gente por qué es importante que esto no suceda.

El fracaso de las conversaciones sobre el clima en la cumbre de la ONU realizada en Copenhague en diciembre, no pudo ser un preludio menos prometedor para el Año Internacional de la Biodiversidad, que se inició el mes pasado (enero).

Al igual que el cambio climático, la amenaza de pérdida de la biodiversidad a gran escala –y la necesidad de una acción política global para detenerla— crece día a día.

En una reunión sobre biodiversidad organizada por el gobierno británico en enero en Londres, Robert Watson, ex jefe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés), advirtió que los daños al medio ambiente natural se estaban acercando a ‘un punto de no retorno’, una frase familiar en el debate sobre cambio climático.

Ambos temas enfrentan retos formidables para persuadir a los líderes políticos y al público en general acerca de la urgente necesidad de tomar acción. Las razones son complejas. Pero la raíz es el conflicto entre la necesidad de cambiar radicalmente el uso que damos a los recursos naturales, y el deseo de mantener las formas actuales de crecimiento económico tanto en los países desarrollados como en desarrollo.

Las soluciones son igualmente complicadas. Parte de la respuesta, en cada caso, reside en mejorar la habilidad de los medios para comunicar los mensajes con contenido científico que van emergiendo, de manera que reflejen con exactitud la urgencia de la situación y de qué manera se verá afectada la vida cotidiana de la gente.

Reformulando objetivos

Conseguir que esos mensajes calen no es tarea fácil. Y hasta ahora, en el caso de la biodiversidad, los esfuerzos han fracasado.

Ha quedado en evidencia que los gobiernos signatarios de la Convención sobre Diversidad Biológica (CDB) han fallado en sus objetivos para 2010, establecidos en 2002, de alcanzar “una reducción significativa en las tasas de pérdida de la biodiversidad”.

Como lo han admitido los delegados a la conferencia de Londres y a otras reuniones de lanzamiento del Año Internacional de la Biodiversidad, esta omisión se debe en parte a las deficiencias en la comunicación.

La comunidad científica no ha sido capaz de comunicar eficazmente sus preocupaciones a los formuladores de políticas, al menos no de la manera que priorice suficientemente la conservación de la biodiversidad dentro de una agenda política que está preocupada, de manera predominante, con el empleo y el crecimiento económico.

El debate sobre un nuevo grupo de objetivos para proteger la biodiversidad en la próxima década ya está en marcha y se espera que sean aceptados en octubre, durante la próxima reunión de revisión del CDB, a realizarse en Nagoya, Japón.

Los nuevos objetivos no solamente deben ser más realistas y concretos, sino que deben ir acompañados de una estrategia de comunicación más sofisticada.

Conexiones perdidas
Dicha estrategia debe abordar las debilidades encontradas en los enfoques actuales. Por ejemplo, los temas que a juicio de los científicos son los más importantes con frecuencia parecen abstractos y alejados de las preocupaciones cotidianas de la gente común. La tasa a la que se están perdiendo las especies en el mundo es un ejemplo típico.

Incluso el término ‘biodiversidad’ sufre de esta debilidad, al no concretar conceptos como aumento del nivel del mar. Por esa misma razón, algunos asesores de los medios de comunicación sugieren incluso evitar el término siempre que sea posible, lo que no es muy prometedor para quienes tratan de crear una campaña global alrededor de esa misma palabra.

Gran parte de la cobertura mediática sobre la biodiversidad no logra conectarse con los temas que afectan directamente la vida de las personas. Incluso conceptos como la “red de la vida”, usados para subrayar las interrelaciones de los sistemas vivos, no explica de inmediato por qué deberíamos estar preocupados por la disminución del número de insectos o plantas en lugares distantes.

Finalmente, el tono apocalíptico usado a veces como un intento de dirigir un mensaje casero puede dificultar aún más una acción constructiva. Con demasiada frecuencia, promueve el cinismo o la apatía entre quienes no pueden relacionar esos escenarios de desastre con sus propias experiencias personales.

Los activistas del cambio climático lo han experimentado en meses recientes, cuando trataron de abordar el caso de prevención del calentamiento global durante el invierno más frío que el hemisferio norte haya experimentado en décadas.

La ciencia es difícil; las razones, apremiantes
Ir hacia una estrategia de comunicación más eficaz que evite estos peligros es ciertamente uno de los retos más grandes que enfrenta la comunidad de la diversidad biológica en sus planes para la próxima década.

Y si los investigadores quieren estar a la altura de tal desafío, primero deben concretar en la práctica los argumentos científicos. El daño que las fallas científicas recientemente aireadas está causando a las campañas sobre el cambio climático es un recordatorio de que, con los riesgos tan altos que hay, un razonamiento científico descuidado puede tener un impacto amplio y duradero.

Igualmente importante es la necesidad de integrar esta evidencia científica a las estrategias de crecimiento y desarrollo económico sostenibles. Y esto significa la generación de un discurso público que relacione directamente las necesidades del medio ambiente con las prioridades sociales como empleo, alimentación y salud.

Los componentes para tal diálogo –por ejemplo cómo los productos naturales son fuentes potenciales de nuevas medicinas—ya existen. Pero todavía queda mucho por hacer para integrarlos en una estrategia política viable y eficaz para revertir esas tendencias actuales.

Si el fracaso de Copenhague puede servir como un llamado de alerta a la comunidad de la biodiversidad, será un logro positivo en sí mismo.

Fuente:
http://www.scidev.net/es/science-communication/editorials/p-rdida-de-biodiversidad-importa-y-es-crucial-contarlo.html

viernes, 26 de febrero de 2010

Miguel Ángel Quintanilla: “Lo primero que debe hacer un periodista científico es confiar en la inteligencia del público”


Manuel Crespo (CAEU-OEI-AECID). Divulgar el conocimiento científico no es una tarea sencilla. De hecho, si lo que se busca es asegurar la calidad de la divulgación, el trabajo de dar a conocer la ciencia está cargado de toda una serie de consideraciones: cómo traducir contenidos complejos, cómo no subestimar al público, cómo ayudarlo a que participe de manera activa en el hecho de la ciencia, cómo no perder de vista que el conocimiento es un bien público y debe ser defendido como tal. En divulgación, como en tantas otras actividades, la forma hace al contenido.

Según Miguel Ángel Quintanilla, en muchas ocasiones se divulga mal. De acuerdo con el director del Instituto de Estudios de la Ciencia y la Tecnología (ECYT) de la Universidad de Salamanca, la divulgación científica aún no consigue librarse de la lógica superficial y sensacionalista que imponen los medios de comunicación. Lo primero que hay que hacer, entonces, es empezar a corregir ciertos vicios.

Pregunta: En una de sus últimas ponencias usted hizo una mención al concepto de las dos culturas que esgrimió C. P. Snow en la década del 50. ¿Por qué?


Respuesta: El concepto de las dos culturas se refiere a la separación o la desconfianza existente entre la cultura humanística y la cultura científica. Lo que yo digo es que en cierto modo esa desconfianza ya ha sido superada. El problema actual radica en el hecho de que ya no tenemos una división entre la cultura humanística o literaria y la cultura científica, sino que se ha producido una fragmentación: ahora contamos con muchas culturas, muchas maneras de ver lo humanístico y lo científico, y todas ellas están dominadas por el fenómeno de nivelación que proponen los medios de comunicación. Las culturas se han igualado para abajo. Se tiende siempre a la mediocridad. Se confunde la ciencia con la pseudociencia, se mezclan novelas históricas y mitos tecnológicos, todo fundido de acuerdo con una lógica del espectáculo. La referencia a Snow tiene que ver con que lo que él veía como un problema se ha convertido en un problema más grande, nutrido por esta disputa entre la cultura digna, seria, y una cultura de la degradación o de lo banal.

P: A fin de cuentas, ¿cuánto hay de divulgación en el trabajo de un periodista científico?

R: Yo no soy muy partidario de retomar cuestiones que ya han sido discutidas largamente. Mucha gente diría que divulgación y periodismo no tienen nada que ver. Yo englobo ambos conceptos en uno más amplio, que es el de la comunicación pública de la ciencia. La ciencia tiene un componente de comunicación clarísimo, con dos niveles bien definidos: la comunicación interna, entre profesionales, y la comunicación pública, hacia la sociedad en general. Aquí hay dos cuestiones a tener en cuenta. La primera es la divulgación científica, que se caracteriza justamente por ocuparse de transmitir la información científica a un público no especializado. La divulgación puede ser alta, cuando el público viene con una formación previa elevada, o sólo primordial, cuando el público no requiere más que la información básica académica. Teniendo en cuenta este marco, el periodismo científico no sólo es divulgación, sino que también es actualidad. Lo que caracteriza al periodismo científico, a todo periodismo en realidad, es que entrega noticias científicas sobre lo que está pasando hoy.

P: ¿Qué elementos se tienen que tener en cuenta a la hora de divulgar conocimiento a un público no especializado?

R: Lo primero que hay que hacer es confiar en la inteligencia del público. La gente no es imbécil. Si uno le prepara pildoritas deformadas y adulteradas, el público lógicamente las rechazará. En un segundo lugar, debemos preocuparnos por dar la información correcta. No es necesario pretender dar toda la información, pero sí asegurarnos de que aquella porción de información que se entregue esté bien preparada. Yo utilizo mucho la metáfora del mapa, que considero que sirve para entender la tarea del divulgador: el profesional no puede transmitir toda la realidad, pero sí puede diseñar un mapa preciso y correcto de esa realidad. Desde el punto de vista epistémico, el divulgador debe entender que el público no es tonto y hacer un esfuerzo por traducir la información científica en mapas accesibles y objetivos.

P: ¿Qué errores comunes nota en el periodismo científico?

R: Los mismos que en el periodismo en general: el sensacionalismo, la simplificación y la manipulación del público. En el pasado esto no era así, pero ahora que el periodismo científico se ha extendido ha empezado a caer en los defectos antes mencionados. En el periodismo científico se añade, además, la incompetencia. Si bien es verdad que hay muy buenos periodistas científicos, realmente necesitamos que haya profesionales mejor formados.

P: ¿Puede ser que el sensacionalismo sea una consecuencia de la necesidad de captar un interés que no se da por sí solo?

R: Eso es mentira. La gente sí tiene interés por consumir noticias científicas. De hecho, está saturada de información de este tipo. Lo que pasa es que el sensacionalismo tiene la ventaja del morbo. Hay muchos periodistas que dicen que el morbo ocurre porque la gente lo pide. Esto no es así. Si pretendemos terminar con el sensacionalismo, el primer paso siempre será dejar de hacer uso de él. El público se deja manipular porque no cuenta con los recursos suficientes para defenderse del discurso mediático. Pero la responsabilidad es siempre de los medios de comunicación. Cada vez que un periódico o un programa de televisión inauguran una sección sobre ciencia y tecnología, la iniciativa tiene éxito. A la gente le interesa mucho la información científica. Lo que los medios de comunicación aún no alcanzan a comprender es que el sensacionalismo y el morbo no son necesarios para obtener ese éxito.

P: Muchas veces se ha representado al científico como una persona aislada de la sociedad, algo loca, inmersa en la abstracción. ¿Cuánto tiene que ver la divulgación en la gestación de esta representación?

R: Es un problema de imagen, sí, aunque habría que compensar esto con nuevos datos. En España la profesión del investigador científico es una de las más valoradas, junto con la del médico. Hay perfiles de científicos, como es el caso de los médicos, que en algunas encuestas no están identificados con el quehacer científico. Pero la gente sí los identifica de ese modo. Por lo tanto, la imagen que el público tiene acerca de la ciencia no es sólo la de Einstein, sino también la del médico y en algunos casos también la del ingeniero. Creo que las encuestas a veces trabajan con demasiados artificios. Tal vez la mejor manera de averiguar cuál es la percepción de la ciencia que tienen las personas no consista en preguntarles directamente qué piensan de los científicos, sino en preguntarles otras cosas que permitan inducir respuestas más completas. Es verdad que cierta imagen mítica acerca del científico como una figura despistada o incluso cruel está arraigada en la cultura popular, en la literatura, pero no creo que hoy sea tan fundamental en lo que hace a la apreciación cívica de la ciencia, que es lo que luego conduce a la toma de decisiones.

P: ¿Por qué es necesario el apoyo público a la ciencia?

R: Bueno, es algo bien conocido. La ciencia básica es un bien público, como el aire. Por su propia naturaleza no puede ser apropiada. Caso contrario, si pasara a manos privadas, se paralizaría su desarrollo. Hasta los economistas neoliberales aceptan que la investigación básica debe ser financiada por fondos públicos. A partir de ahí viene todo lo demás. La ciencia motoriza el desarrollo humano, de ahí que necesite del apoyo de la sociedad. Pero esto no sólo se aplica a la ciencia básica, sino también a la ciencia aplicada. Solamente en la fase final del desarrollo de un producto tecnológico, cuando éste es distribuido en el mercado, los poderes públicos deberían abstenerse de intervenir. Todas las etapas anteriores tienen que ver con la producción de conocimiento, y eso nos compete a todos.

P: ¿Cuáles son las claves a la hora de traducir un contenido complejo en una pieza de divulgación que sea sencilla y amena, sin que por eso caiga en errores o en simplificaciones?

R: Lo decía antes cuando hablaba de la metáfora del mapa. La información debe ser parcelada, aunque el lector tiene que hacer un esfuerzo también. La divulgación científica es un placer elevado, exigente. El sujeto receptor también tiene que poner mucho de sí. A mí me parece que el público sí está dispuesto a realizar esos esfuerzos. No hay una regla de oro, aunque sí es cierto que parcelar la información facilita su asimilación. Para resumir, es necesario que los divulgadores se atrevan a hacer y el público a saber.

P: ¿Cuál es el papel de los científicos en el proceso divulgativo?

R: Pues deben hacerse entender. Esto es algo muy duro para decírselo a los científicos, pero estoy seguro de que ya lo van a aceptar. Se trata de una obligación cívica. Si un buen científico debe tener la capacidad suficiente para enseñar a otros científicos, también debe poner en acto la responsabilidad social de participar al público en el hecho de la ciencia. Esto se debe hacer sin manipulaciones, sin simplificaciones. La ciencia es de todos, como ya se ha dicho hasta el hartazgo, pero es hora de que eso empiece a notarse de manera patente. La perspectiva cívica es algo que debe ser enfatizado, tanto del lado de los científicos como de las personas no especializadas. Se debe dar importancia a lo local, porque allí es donde se produce el intercambio entre la ciencia y el público receptor. Allí se genera el contacto. No se puede pensar a la ciencia sólo en términos de políticas nacionales o multinacionales, a gran escala.

P: En el armado de una pieza divulgativa, ¿cuán importante es tener en cuenta el contexto desde el que se parte para divulgar?

R: La principal ventaja de la óptica contextual tiene que ver con que aumenta la competitividad de la actividad científica y permite enfatizar el hecho de que la ciencia también es una actividad social. También hay algún que otro inconveniente, ya que el contexto tiende a desdibujar el valor de la ciencia al ser comparada con otras actividades culturales. Por supuesto que la ciencia es una actividad cultural y se lleva a cabo en el seno de las sociedades, pero tiene valores específicos, precisos, por lo que no se la puede equiparar así como así con otras producciones. No es lo mismo que la música, por poner un ejemplo. A veces en el modelo contextual eso se pierde un poco y entonces entramos en una suerte de relativismo epistémico.

P: ¿Hay algún segmento específico de la sociedad al que se le debe prestar especial atención?


R: Sí, los jóvenes. Hablo del público que va de los ocho a los 25 años. Ése es el segmento que más alerta y abierto está a la recepción del conocimiento y a la incorporación al proceso creativo de la ciencia. No sólo es necesario que los jóvenes brinden su apoyo, sino que también deben ilustrar y aportar al quehacer científico. Se trata de incorporar nuevas iniciativas, nuevas ideas. Los jóvenes son esenciales para la construcción de la cultura científica.

Fuente

http://www.oei.es/divulgacioncientifica/entrevistas_060.htm

miércoles, 24 de febrero de 2010

El celular de Hansel y Gretel

Por Hernán Casciari (autor de la obra "Mas respeto que soy tu madre" que interpreta con tanto éxito Antonio Gasalla).



Anoche le contaba a mi hijita Nina un cuento infantil muy famoso, el e Hansel y Gretel de los hermanos Grimm.

En el momento más tenebroso de la aventura, los niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa.
Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer.

Mi hija me dice, justo en ese punto de clímax narrativo:'No importa. Que lo llamen al papá por el celular'.

Yo entonces pensé, por primera vez, que mi hija no tiene una noción de la vida ajena a la telefonía inalámbrica. Y al mismo tiempo descubrí qué espantosa resultaría la literatura -toda ella, en general- si el teléfono móvil hubiera existido siempre, como cree mi hija de cuatro años.

Cuántos clásicos habrían perdido su nudo dramático, cuántas tramas
hubieran muerto antes de nacer, y sobre todo qué fácil se habrían
solucionado los intríngulis más célebres de las grandes historias de
ficción.

Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica, en cualquiera que se le ocurra. Desde la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar, Macbeth, El hombre de la esquina rosada o La familia de
Pascual Duarte. No importa si el argumento es elevado o popular, no importa la época ni la geografía.

Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica que conozca al
dedillo, con introducción, con nudo y con desenlace.

¿Ya está?

Muy bien. Ahora ponga un celular en el bolsillo del protagonista. No un viejo aparato negro empotrado en una pared, sino un teléfono como los que existen hoy: con cobertura, con conexión a correo electrónico y chat, con saldo para enviar mensajes de texto y con la posibilidad de realizar llamadas internacionales cuatribanda.

¿Qué pasa con la historia elegida? ¿Funciona la trama como una seda, ahora que los personajes pueden llamarse desde cualquier sitio,
ahora que tienen la opción de chatear, generar videoconferencias y enviarse mensajes de texto? ¿Verdad que no funciona un carajo?

La Nina, sin darse cuenta, me abrió anoche la puerta a una teoría
espeluznante: la telefonía inalámbrica va a hacer añicos las viejas
historias que narremos, las convertirá en anécdotas tecnológicas de calidad menor.

Con un teléfono en las manos, por ejemplo, Penélope ya no espera con
incertidumbre a que el guerrero Ulises regrese del combate.
Con un móvil en la canasta, Caperucita alerta a la abuela a tiempo y la llegada del leñador no es necesaria.

Con telefonito, el Coronel sí tiene quién le escriba algún mensaje, aunque fuese spam.

Y Tom Sawyer no se pierde en el Mississippi, gracias al servicio de
localización de personas de Telefónica.

Y el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano que el
lobo está yendo para allí.

Y Gepetto recibe una alerta de la escuela, avisando que Pinocho no llegó por la mañana.

Un enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o representadas) en los veinte siglos que anteceden al actual, han tenido como principal fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación. Han podido existir gracias a la ausencia de telefonía móvil.

Ninguna historia de amor, por ejemplo, habría sido trágica o complicada, si los amantes esquivos hubieran tenido un teléfono en el
bolsillo de la camisa.

La historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta, de Shakespeare)
basa toda su tensión dramática final en una incomunicación fortuita: la amante finge un suicidio, el enamorado la cree muerta y se mata, y entonces ella, al despertar, se suicida de verdad. (Perdón por el
espoiler).

Si Julieta hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un mensajito de texto a Romeo en el capítulo seis: M HGO LA MUERTA, PERO NO TOY MUERTA. NO T PRCUPES NI HGAS IDIOTCS. BSO.

Y todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes se habría evaporado. Las últimas cuarenta páginas de la obra no tendrían gollete, no se hubieran escrito nunca, si en la Verona del
siglo catorce hubiera existido la promoción 'Banda ancha móvil' de Movistar.

Muchas obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su nombre por otros más adecuados.

La tecnología, por ejemplo, habría desterrado por completo la soledad en Aracataca y entonces la novela de García Márquez se llamaría 'Cien años sin conexión': narraría las aventuras de una familia en
donde todos tienen el mismo nick (buendia23, a.buendia, aureliano_goodmornig) pero a nadie le funciona el Messenger.

La famosa novela de James M. Cain -'El cartero llama dos veces'- escrita en 1934 y llevada más tarde al cine, se llamaría 'El gmail me duplica los correos entrantes' y versaría sobre un marido cornudo
que descubre (leyendo el historial de chat de su esposa) el romance de la joven adúltera con un forastero de malvivir.

Samuel Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa tragicomedia en dos actos por un título más acorde a los avances técnicos. Por ejemplo, 'Godot tiene el teléfono apagado o está
fuera del área de cobertura', la historia de dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que no aparece nunca o que se quedó sin saldo.

En la obra 'El jotapegé de Dorian Grey', Oscar Wilde contaría la historia de un joven que se mantiene siempre lozano y sin arrugas,
en virtud a un pacto con Adobe Photoshop, mientras que en la carpeta
Images de su teléfono una foto de su rostro se pixela sin remedio,
paulatinamente, hasta perder definición.

La bruja del clásico Blancanieves no consultaría todas las noches al espejo sobre 'quién es la mujer más bella del mundo', porque el coste por llamada del oráculo sería de 1,90 la conexión y 0,60 el minuto; se
contentaría con preguntarlo una o dos veces al mes. Y al final se cansaría.

También nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas historias de solución automática. Todas las intrigas, los secretos y
los destiempos de la literatura (los grandes obstáculos que siempre generaron las grandes tramas) fracasarían en la era de la telefonía móvil y del wifi. Todo ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho corre como loco por la ciudad, a contra reloj, porque su amada está a punto de tomar un avión, se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.

Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que
nunca llega; no hay que detener a los aviones ni cruzar los mares. No hay que dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de regreso a casa. La telefonía inalámbrica -vino a decirme anoche la
Nina, sin querer- nos va a entorpecer las historias que contemos de ahora en adelante. Las hará más tristes, menos sosegadas, mucho más
predecibles.

Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida
real, no estaremos privándonos de aventuras novelescas por culpa de
la conexión permanente? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá
desesperado al aeropuerto para decirle a la mujer que ama que no suba a ese avión, que la vida es aquí y ahora?

No. Le enviaremos un mensaje de texto lastimoso, un mensaje breve desde el
sofá. Cuatro líneas con mayúsculas. Quizá le haremos una llamada perdida, y cruzaremos los dedos para que ella, la mujer amada, no
tenga su telefonito en modo vibrador.

¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir al borde de la aventura, si algo
siempre nos va a interrumpir la incertidumbre? Una llamada a tiempo, un mensaje binario, una alarma.

Nuestro cielo ya está infectado de señales y secretos: cuidado que el
duque está yendo allí para matarte, ojo que la manzana está envenenada, no vuelvo esta noche a casa porque he bebido, si le das un
beso a la muchacha se despierta y te ama. Papá, ven a buscarnos que unos pájaros se han comido las migas de pan.

Nuestras tramas están perdiendo el brillo -las escritas, las vividas,
incluso las imaginadas- porque nos hemos convertido en héroes perezosos.

Fuente:
http://orsai.es/2008/10/el_movil_de_hansel_y_gretel.php

martes, 23 de febrero de 2010

Elogio del aburrimiento

Por Santiago Alba Rico
La Calle del Medio/Rebelión



El capitalismo prohíbe básicamente dos cosas. Una es el regalo. La otra el aburrimiento.

Cuenta Sor Juana Inés de la Cruz, la gran poetisa, monja y feminista mexicana del siglo XVII, que en una ocasión la abadesa del convento de los Jerónimos, a cuya regla estaba sometida, le prohibió leer y escribir y la mandó castigada a la cocina. Allí entre los fogones Juana Inés estudiaba y escribía con la mente; es decir, pensaba. Del huevo y de la manteca, del membrillo y del azúcar, mientras cortaba y amasaba y freía, sacaba una consideración, una reflexión, un hilo interminable de conjeturas, y esto hasta el punto de llegar a afirmar con desafiante ironía en su conocida carta a sor Filotea: “Si Aristóteles hubiera cocinado, habría pensado más y mejor”.

Si a Juana Inés, en lugar de a la cocina, la hubiesen mandado a Disneylandia, donde se hubiese aburrido menos, quizás habría dejado de leer, estudiar y pensar sin ninguna prohibición.

Contaba Rosa Chacel, una de las más grandes novelistas españolas del siglo XX, que en los años cincuenta, mientras redactaba su novela La Sinrazón, tenía la costumbre de pasar horas recostada en un sofá de su salón. La mujer de la limpieza, con la escoba en la mano, le dirigía siempre miradas entre compasivas y reprobatorias: “Si hiciera usted algo, no se aburriría tanto”. Pero es que Rosa Chacel hacía algo: estaba pensando; y hasta cambiar de postura podía distraerla de su introspección o devolverla dolorosamente a la superficie.

Si Rosa Chacel hubiese pasado horas y horas delante de la televisión, y no dentro de sí misma, jamás habría escrito ninguna de sus novelas.

Hay dos formas de impedir pensar a un ser humano: una obligarle a trabajar sin descanso; la otra, obligarle a divertirse sin interrupción. Hace falta estar muy aburrido, es verdad, para ponerse a leer; hace falta estar aburridísimo para ponerse a pensar. ¿Será bueno? ¿Será malo? El aburrimiento es la experiencia del tiempo desnudo, de la duración pastosa en la que se nos enredan las patas, del líquido viscoso en el que flotan los árboles, las casas, la mesa, nuestra silla, nuestra taza de leche. Todos los padres conocemos la angustia de un niño aburrido; todos los que fuimos niños -antes, al menos, de los videojuegos y la televisión- sabemos de la angustia de un niño aburrido pataleando en el ámbar espeso de una tarde que no acaba de morir. No hay nada más trágico que este descubrimiento del tiempo puro, pero quizás tampoco nada más formativo. Decía el poeta Leopardi que “el tedio es la quintaesencia de la sabiduría” y el antropólogo Levi-Strauss, recientemente fallecido, aseguraba haber escrito todos sus libros “contra el tedio mortal”. Uno no olvida jamás los lugares donde se ha aburrido, impresos en la memoria -con grietas y matices- como en el diario de campo de un naturalista. Uno no olvida jamás el ritmo de las cosas, la finitud de los cuerpos, la consistencia real de los cristales, si alguna vez se ha aburrido. “Amo de mi ser las horas oscuras”, decía Rainer María Rilke, porque las oscuras son no sólo la medida de las claras sino la pauta narrativa de unas y de otras. El aburrimiento, sí, es el espinazo de los cuentos, el aura de los descubrimientos, el gancho de toda atención, hacia fuera y hacia dentro.

El capitalismo prohíbe las horas oscuras y para eso tiene que incendiar el mundo. El capitalismo prohíbe el aburrimiento y para eso tiene que impedir al mismo tiempo la soledad y la compañía ¡Ni un solo minuto en la propia cabeza! ¡Ni un solo minuto en el mundo! ¿Dónde entonces? ¿Qué es lo que queda? El mercado; es decir, esa franja mesopotámica abierta entre la mente y las cosas, ancha y ajena, donde la televisión está siempre encendida, donde la música está siempre sonando, donde las luces siempre destellan, donde las vitrinas están siempre llenas, donde los teléfonos celulares están siempre llamando, donde incluso las pausas, las transiciones, las esperas, nos proporcionan siempre una emoción nueva. El capitalismo lo tolera todo, menos el aburrimiento. Tolera el crimen, la mentira, la corrupción, la frivolidad, la crueldad, pero no el tedio. Berlusconi nos hace reír, las decapitaciones en directo son entretenidas, la mafia es emocionante. ¿Cuál era el peor defecto de la URRS, lo que los europeos nunca pudimos perdonarle, lo que nos convenció realmente de su fracaso? Que era un país muy aburrido.

Eso que el filósofo Stiegler ha llamado la “proletarización del tiempo libre”, es decir, la expropiación no sólo de nuestros medios de producción sino también de nuestros instrumentos de placer y conocimiento, representa el mayor negocio del planeta. El sector de los video-juegos, por ejemplo, mueve 1.400 millones de euros en España y 47.000 millones de dólares en todo el mundo; el llamado “ocio digital” más de 177.000 millones de euros; la “industria del entretenimiento” en general -televisión, cine, música, revistas, parques temáticos, internet, etc- suma ya 2 billones de dólares anuales. “Divertir” quiere decir: separar, arrastrar lejos, llevar en otra dirección. Nos divierten. “Distraer” quiere decir: dirigir hacia otra parte, desviar, hacer caer en otro lugar. Nos distraen. “Entretener” quiere decir: mantener ocupado a alguien en un hueco donde no hay nada para que nunca llegue a su destino. Nos entretienen. ¿Qué nos roban? El tiempo mismo, que es lo que da valor a todos los productos, mentales o materiales.

El capitalismo y su industria del entretenimiento construyen todo lo contrario de una cultura del ocio. En griego, ocio se decía “skhole”, de donde viene la palabra “escuela”. El proceso es más bien el inverso, pues la escuela misma -la cocina del pensamiento, el fogón del tiempo, donde Juana Inés y Rosa Chacel horneaban sus obras- ha claudicado a la lógica del entretenimiento. Ahora no se trata de comprender o de conocer sino de conseguir que, en cualquier caso, la escuela y la universidad no sean menos divertidas que la televisión, los vídeo-juegos y Disneylandia. ¿Los alumnos estarán más atentos si los maestros utilizan pizarras electrónicas? ¿Aprenderán mejor inglés en internet con Marina Orlova, la escultural filóloga rusa en minifalda? ¿Sabrán más matemáticas o latín si acuden a la universidad de Bolonia atraídos no por sus programas y profesores sino por las cuatro modelos de cuerpos zigzagueantes contratadas para los carteles publicitarios? Lo que es seguro es que, con esta lógica, que es la del mercado, los profesores llevan todas las de perder: Aristóteles y la física cuántica nunca podrán rivalizar con Shakira y la última play-station.

Según una reciente encuesta, uno de cada veinte niños británicos están convencidos de que Hitler fue un entrenador de fútbol y uno de cada cinco creen que Auschwitz es un Parque Temático. Para muchos de ellos el Holocausto es el nombre de una fiesta.

Quizás deberíamos aburrirnos un poco más.

Fuente:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=95921

domingo, 21 de febrero de 2010

Renacimientos: Un cuento de Martha Mercader (1926-2010)

En un clima agobiante de pueblo chico, un general se encuentra con una mujer mayor. Un extraño y particular vínculo los une. La autora, que falleció el miércoles (17 de Febrero), se especializaba en crear historias ambientadas en el pasado argentino. La ficción como forma de ejercitar la memoria.



Se despertaba cuando todavía estaba oscuro, como si pudiera oír al sol llegando por detrás de los márgenes de la noche. Luego, se sentaba al telar.

El general renacía a cada rato, cada vez que las balas le erraban por escasos milímetros o cuando el acero lo hería sin matarlo. Todo ello está consignado en su pródiga foja de servicios.

Esa mujer al lado de la ventana renació varias veces en su larga vida. No obstante, sus renacimientos anteriores no deben haber sido registrados por crónica alguna. Quizá alguno de ellos tuvo lugar en la lectura de una carta o ante la expectativa de un baile, o en una mirada al cruce de dos carruajes, o durante las reiteradas esperas de las nueve lunas, con sus súbitas euforias y sus inexplicados decaimientos. ¿Acaso es posible, después de tanto, rescatarlos? ¿Acaso descubrirlos entre las páginas de un misal, como una flor? Empresa ilusoria, como querer apresar la débil luz de esta mañana que fenece entre los pliegues del cortinado de terciopelo.

Examinado de cerca –en el caso improbable de que a alguien se le ocurriera hacerlo– el cortinado revelaría el tupido broderie logrado por los arabescos de la polilla. Pero a nadie se le ocurriría, no; esa mañana de invierno, a la tibia luz del sol, desplegar las pesadas colgaduras que una vez fueron verde brillante y parejo y ahora verde sandía, con vetas desvaídas en el lomo de los pliegues, obra del polvo y del sol que merodeaba en el jardín y apenas se atrevía a pasar a la sala los mediodías de primavera, y entre la media mañana y la siesta en el verano. Jardín que fue jardín, yuyal, tierra agrietada, reino de una diosa amazona desmontada –copia en yeso– de pies carcomidos y carcaj roto, Diana que perdió sus flechas.

Muchas veces debe haber renacido esa mujer que ahora se va pasito a paso hacia el fondo, tantas como puede la esperanza, en esa mansión de la barranca, en la cima de una escalera que descendía en un principio a un embarcadero privado y ahora a un terreno baldío, y que a los ojos del vecindario habrá parecido versallesca, según la idea que de Versalles podrían columbrar los habitantes de esa zona vivificada por el Paraná, que orillaba los arrabales del pueblo, la Prefectura y algunas de las mejores quintas, desde cuya costa se contemplaba, como tal vez lo habría hecho en otras circunstancias esa mujer, el horizonte indiscriminado de los árboles, lianas y bejucos de las islas, más el desfile lento de los camalotes.

¿Cuántas veces renació esa mujer? Quizá, y más dramáticamente que nunca, en ocasión de la Gran Creciente, cuando los pobladores ribereños que no se habían puesto a buen recaudo (y ella en ese entonces apenas sabría caminar, o sería una niña de pecho a cargo de una nodriza poltrona) se salvaron subiéndose a los tejados o a algún árbol de madera menos blanduzca que la de los ceibos.

¿Cuántas? Muchas, la última duró alrededor de una hora (quizás un poco más), el tiempo de la visita del general la tarde de ese domingo.

El general venía bajando desde Rosario, camino de Zárate, llevado por un proyecto de dique flotante emprendido por unos silenciosos capitales ingleses. Los charcos atestiguaban que santa Rosa no había olvidado la fecha.

El general descreía de los santos, pero la meteorología del santoral no fallaba: la noche anterior se había descolgado el puntual diluvio. Ahora el combate entre el sol y las nubes continuaba indeciso, librado a los caprichitos del viento.

Un recodo del camino, a la entrada del pueblo, acercó la berlina a la ribera. Fue oler el río y asaltarle la imagen de Rosita, un pimpollo de exposición que había caído en su punto de mira cuando él, el general, entonces apenas tenientillo, pasó por allí al mando de un pelotón tras un caudillejo alzado que no viene a cuento. Pasó quedándose varios días para recabar información sobre los rebeldes y tuvo tiempo de frecuentar a las familias principales del pago, que celebraron sin disimulo sus promisorias virtudes.

Cuando el recuerdo de Rosita, su bello rostro entre jirones de decorados, le llegó de improviso como la luz de una estrella muerta, el general sintió que el camino que llevaba esta mañana de domingo había comenzado una tarde de su primera juventud, que no fue otra cosa que una pubertad urgente y desmedida, incendiada por los clarines posteriores a Caseros.

En uno de aquellos días de aquellas semanas ajetreadas, como todas las suyas, cargadas de presagios de muerte y de gloria, el general, entonces oficial bisoño en el uso de la espada y la pistola y el arte de lucir el uniforme y enamorar a las mujeres, había hecho el camino que ahora hacía. (Enamorar o voltear, según fueran niñas o chinitas). Y desde aquel momento, para él ese pueblo fue el pueblo de Rosa, así como Ayacucho era el pueblo de Mariana, Vera el de la linda viudita... Pero sería largo nombrar todos los pueblos que conocía el general.

Llegado al hotel, desempacada parte de su petaca de viaje, aseado y acicalado y almorzado, el general conversó con el hotelero hasta que la charla recayó en la casona de la barranca, donde una niña bonita había estado, hace añares (detalle que corno caballero bien se guardó de mencionar), pendiente de sus hazañas, de sus palabras y de sus gestos. ¿Todavía sería recordado como el Marte criollo, bello y terrible que alguna vez había sido? No era él hombre dado a la porfía, ridícula si se quiere, de intentar recuperar lo pasado, ya que para él el tiempo era un día de marcha o de batalla o de paga o una noche de juerga o de amor, o una tarde de trámites y cabildeos o una sobremesa tras la firma de un contrato.

El hotelero dijo que una tal Rosa vivía, suponía que vivía, en el caserón de la barranca; que él poco sabía de sus rarezas; que incluso se comentaba –cosa que él ni creía ni dejaba de creer– que en el lugar se veían luces malas.

–¿Y con quién vive doña Rosa? ¿Con su marido? ¿Sus hijos? ¿Sus hijas? –por lo visto el general despreciaba las fantasmagorías.

–No soy quién para andar husmeando en casa ajena –contestó el hotelero y para colmo agregó–: A mí no se me ha perdido nada por allí –que fue como decirle “a usted tampoco”.

Reacio por principio a recibir indicaciones y menos de un zafio, el general optó por no responder como se lo merecía y en el acto, en cambio, quedó decidida su excursión, o incursión, como más convenga denominarla. Iría a pie, para acortar la tarde, para no interrumpir la siesta ajena y para bajar la comida, un triplete a todas luces razonable. La barcaza para cruzar el río cumplía sus servicios en días de semana.

Salió erguido del hotel, cruzó la plaza, caminó varias cuadras y empezó a bordear la costa, dejando atrás las últimas casitas del pueblo, menos cambiado que él, por lo que observaba.

A ambos lados de los tres amplios descansos reconoció los jarrones, ahora rotos y vacíos, otrora coronados de penachos vivientes, ¿helechos?, ¿begonias? (la botánica no era su fuerte). Subía por la escalinata como si estuviera fuera del alcance de los dientes del tiempo, hincados en la argamasa y la piedra; subía como si esa ascensión hubiese empezado casi tres décadas atrás, como si desde aquella vez que le ofreciera su brazo a Rosita –permítame el honor, señorita– para que ella no se fatigara, y ella aceptara con tímido remilgo –le agradezco, teniente– no hubiese sucedido nada.

Tres décadas humanas son mucho decir en el siglo XIX. Pero el general no era tampoco dado a los retrocesos ni a las melancolías y esa cuenta no le inmutó el talante. Siguió ascendiendo, absorto en recuerdos agradables, ella apenas algo menor que él y sin embargo tan niña, aún con su talle movedizo e invitante, imán para la mirada del teniente que pocos minutos después revolotearía con fingida inocencia, luego de aquel paseo por la barranca, de un respaldo de silla a otra, de un bibelot a un florero, en la tertulia familiar, mientras denostaban al caudillejo.

Ni los informes del hotelero, ni mucho menos sus preceptos morales, podían hacer mella en el antojo del general, proviniendo como provenían de un catalán con poco roce, por no decir palurdo, ignorante de nuestras tradiciones, sin duda ávido de la fortuna a que podía aspirar todo inmigrante tozudo y calculador. El general marchaba al frente con el porte y el paso de quien ha conducido fieras tropas de infantería.

La casa apareció en lo alto, menos imponente que su evocación y más derrumbada que las conjeturas, haciéndolo vacilar. Pero lo resuelto por un general supera toda duda. Rosita era dos o tres años menor que él, y siendo él un hombre entrado en años, aunque todavía en la plenitud de su hombría y hasta apetecible –a las pruebas me remito, se dijo con el reflejo de una sonrisa–, ella estaría hecha una robusta matrona o un enjuto dechado de distinción, y se sorprendería tanto al verlo reaparecer, que al principio no sabría disimular su desconcierto, pero pronto recuperaría la compostura y mencionarían a los mayores muertos y a los viejos conocidos y recordarían quizás alguna amena anécdota, mientras los estratégicos silencios y las reticencias configurarían un movimiento tendiente a afianzar la sospecha de que en un tiempo cierto su nombre y su estampa habían arrebolado esa tez –de pálida rosa té a rosa rosa– con quién sabe qué inconfesables anhelos. Y si Rosa se hubiera casado –la más plausible hipótesis a pesar del despiste del ignorante o malintencionado catalán– tendría hijas o más bien nietas –pongamos los pies sobre la tierra– casaderas, regalo de los ojos, como era ella en aquella caminata por la ribera, y así transcurriría la tardecita de domingo (por suerte había escampado) apacible como las aguas del río que él debería cruzar el lunes.

Un fin de semana así de placentero, a falta de mejores distracciones, era un buen ejercicio para templar el ánimo, antes de lanzarse a la obtención de mejores términos ante los duchos agentes británicos.

Pero la casa parecía otra. Tan descascarada y encogida, tan al aire las raíces de las tres palmeras de la entrada, como si la tierra se estuviera agotando de puro vieja o castigada. Golpeó el aldabón. Una criada cansina lo hizo pasar. Los goznes del portal chirriaron. Fue el único sonido de recibimiento.

El general miraba y miraba, ya en el salón desierto, habitado por muebles moribundos que no reconoció. Por la puerta que daba al tras patio, el crochet de las cortinas dejaba entrever leves sombras en movimiento. De entre ellas surgió una viejecita con rebozo negro, como toda ella, salvo su cara de pergamino, y el general se puso militarmente de pie.

–Qué suerte que hayas venido a visitarme –dijo sin preámbulo la vieja.

Un obús en funciones no lo habría turbado como lo turbó esa figura y ese tuteo. Se sintió desnudo, sin medallas, sin rodela ni laureles.

–Señora –dijo al cabo del impacto, agachando la cabeza y mirando los botones de su levita. Ese domingo vestía de civil–, hace años que nadie se acuerda de mí. Siéntate –dijo ella, con alma ultraterrena, como si esa visita fuera una reparación que al mismo tiempo lo hacía sentir en falta. Obedeció. Él en el sofá, ella en una sillita, encorvada y rígida, a un metro y medio el uno del otro, a pesar de la penumbra podían verse bien las caras.

–No hablo con nadie; no salgo de esta casa, nadie me recuerda –dijo.

Él pensó: es una muerta en vida.

Ella dijo: –Soy una muerta en vida.

Hizo un ademán que la criada captó desde la pieza contigua, un evidente signo de que agasajara al visitante. Cuando aquélla se deslizó hacia el fondo, la dueña de casa explicó: –León se está muriendo. Hace tanto que se está muriendo.

–Caramba –dijo el general. No se atrevía a preguntar quién era ese personaje con nombre de persona o de perro.

–Es el único que queda –agregó la mujer con un suspiro– y yo sólo puedo ayudado a morir.

La criada trajo una bandeja que apoyó en una mesita de tres patas y se convirtió en sombra muda sincronizada, mate en mano, entre sofá y sillita. De a ratos se oía el agua de la pava al ser vertida y las chupadas finales. Las manos del general querían aferrarse a la calabaza, a cualquier cosa, con tal de no deslizarse hacia el desamparo. Él, que siempre se había sentido seguro de sus límites, que él mismo fijaba, era partícipe de una cosmogonía ajena. Todas sus campañas juntas no le servían de aprendizaje para tamaña intemperie.

–Tu visita me ha dado una gran alegría –confesó la mujer.

–A mí también me alegra verte –mintió el general.

No alcanzaba a explicarse por qué lo decía –él, siempre galante, nunca condescendiente– ni por qué comía bizcochitos, cuando le repugnaba el anís, ni por qué sorbía de esa bombilla compartida por una boca desdentada.

–Cuidarlo a León –repitió la vieja–. Ya no tengo otro motivo para estar viva.

La señora hizo girar la charla sobre la incierta enfermedad de León, que se moría lentamente y sin remedio, sobre el invierno tan largo que no terminaba de pasar y, cuando volvieron a quedar solos, sobre las mañas de esa negra –dijo sacudiéndose las miguitas de su falda sobre la alfombra en franca erosión–, aumentadas con el avance de la sordera.

Una hora después –ya era oscuro y la criada acababa de encender una lámpara en un rincón– el general se despidió.

–Tu visita me ha dado una gran alegría –y había convicción en estas palabras y un soplo de vida en la voz, como si una lejanía se levantara sobre sus propias ruinas para fundar sobre esa fugacidad un nuevo gusto por la vida.

–A mí también, créeme –aseguró el general, a pesar de lo que le incomodaba un tuteo tan insólito (él y Rosita jamás habían llegado a tutearse) y esas anacrónicas declaraciones.

–Te agradezco tanto.

–No tienes nada que agradecer –dijo él, con el tono de quien sabe que van a pedirle cuentas por crímenes impunes.
La ceremonia de la despedida se prolongó mientras caminaban a pasitos hacia el portón por el frío del crepúsculo.

Al bajar la escalinata, de cara al Paraná presentido, el general intuyó que su desasosiego nacía de la falta de intermediarios entre él y el silencio (de la casa o del paisaje, lo mismo da), de ese silencio que lo dejaba solo con sus propios fantasmas, de los que era responsable. Y su pecho, ese pecho tan valiente para desafiar las balas, acató con el trasfondo de un recóndito espanto el misterio que aletea en todo desenlace, en todo recomienzo. Y aunque a los pocos metros trató de aventar la imagen de esa desconocida a quien él jamás había visto y que no le había preguntado ni siquiera por qué la visitaba, no le resultó fácil, no le resultó nada fácil conseguirlo y serenarse, y por primera vez sintió la magnitud de su impotencia.


La autora

Martha Mercader (1926-2010) fue autora de novelas (Los que viven por sus manos, Juanamanuela mucha mujer, Belisario en son de guerra), libros de cuentos (Octubre en el espejo, De mil amores, La chuña de los huevos de oro), libros para niños (Conejitos con hijitos), ensayos (Para ser una mujer) y una gran cantidad de guiones tanto de televisión como de cine (La Raulito). También actuó en política. Fue militante radical y ocupó cargos públicos en las presidencias de Arturo Illia y Raúl Alfonsín. Fue diputada de la Nación en el período comprendido entre 1993 y 1997.

Fuente:
http://www.criticadigital.com/impresa/index.php?secc=nota&nid=38779

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