La doble hélice de ADN descubierta por Watson y Crick en 1953 ha
transformado radicalmente la investigación biomédica y ha impulsado la
medicina personalizada.
Francis Crick (derecha) y James Watson posan en el
laboratorio Cold Spring Harbor. / Cold Spring Harbor laboratory
Por Javier Sampedro.
“Nunca he visto a Francis Crick comportarse con modestia”. Esa fue la
frase con que la pareja científica de Crick, James Watson, decidió
arrancar La doble hélice, uno de los libros científicos más notables del
siglo XX, y seguramente la obra de divulgación más rompedora de la —no
muy larga— historia de la ciencia. La modestia, por cierto, tampoco ha
sido nunca el fuerte de Watson, pero ¿quién puede ser humilde tras haber
descubierto a los 25 años el secreto de la vida?
La doble hélice no es solo uno de los iconos más populares de la
ciencia del siglo XX —quizá solo comparable a la ecuación de Einstein
E=mc2—, sino que también ha ejercido sobre generaciones de biólogos un
magnetismo que no da signos de caducar aun hoy, cuando se cumplen
exactamente 60 años de la publicación del descubrimiento en Nature.
En ese periodo, el descubrimiento de Watson y Crick ha transformado
radicalmente la investigación biomédica y la biología en su conjunto.
Hasta el minuto anterior a la publicación de ese paper, la genética era
una disciplina tan compleja y farragosa que ni el mejor especialista del
mundo habría podido presumir de dominarla. Hoy se le puede enseñar a un
niño en cinco minutos.
El proyecto genoma humano y todo el resto de la genómica son la
consecuencia directa de aquel artículo que cambió por entero nuestra
percepción de la vida en la Tierra y de nosotros mismos. Continentes
previamente inexplorados de aplicaciones tecnológicas, desde la
producción industrial de insulina y hormona del crecimiento hasta las
modernas estrategias de búsqueda de nuevos fármacos antitumorales
pasando por el diagnóstico personalizado del cáncer, arrancan de aquella
publicación engañosamente tímida. No habrá muchos trozos de papel que
hayan transformado el mundo de manera tan radical.
Las técnicas de análisis del ADN, y en particular el vertiginoso
desarrollo y abaratamiento de los métodos de secuenciación (o lectura de
los genes) han abierto también avenidas enteramente nuevas en
disciplinas como la paleontología, que ha conocido en años recientes
logros tan espectaculares como la reconstrucción del genoma del mamut,
una especie extinta hace unos 10.000 años en las estepas siberianas, y
del hombre de Neandertal, que desapareció en Europa hace 30.000 años;
también la antropología o la medicina legal; y en el campo de la
evolución, con verdaderos aludes de información genómica que están
permitiendo a los científicos reconstruir el pasado del planeta y la
deslumbrante historia del origen de la humanidad.
¿Qué ocurrió, entonces, hace 60 años?
A diferencia del irreverente, chispeante y procaz libro divulgativo de
Watson, que es de 1968, el paper original del 25 de abril de 1953
constituye seguramente uno de los pináculos de la parquedad científica,
incluso en comparación con otras obras de ese género gris y fatigoso,
empezando a contar por su poco inspirador titular: “Una estructura para
el ácido desoxirribonucleico”. Ni siquiera “La estructura del ácido
desoxirribonucleico”. Tan solo una, una estructura, como quien dice una
ocurrencia entre tantas otras posibles, como quien da a conocer con
desgana una anécdota.
El ácido desoxirribonucleico, por cierto, es el ADN, el material del
que están hechos nuestros genes. Las siglas no se llevaban mucho en la
época, o no desde luego tanto como ahora. Tampoco es que desarrollar las
siglas sea una gran ayuda en este caso, como puede verse.
Los historiadores de la ciencia se lo han pasado en grande con este
paper, y por buenas razones. Por ejemplo, es escandalosamente breve:
solo ocupa una página de aquel número 4.356 de la revista Nature,
referencias bibliográficas incluidas (solo hay seis). Su única
ilustración es de factura casera, literalmente: la dibujó a mano Odile
Crick, la mujer de Francis, tras una somera descripción que le impartió
este último en la salita de su casa de Cambridge.
Ese sencillo boceto de Odile, sin embargo, capta a la perfección los
detalles estructurales esenciales de la doble hélice recién descubierta
por Watson y Crick y en particular algunos de ellos que, aun hoy, se
representan a menudo erróneamente en las ilustraciones populares y
museísticas del ADN. Odile lo hizo mejor hace 60 años, como veremos
enseguida.
Hélice no es más que el nombre matemático de un muelle, y la doble
hélice consiste en dos muelles imbricados entre sí. Pero las dos cadenas
no son paralelas, sino antiparalelas: si fueran dos serpientes, la
cabeza de una pegaría con la cola de la otra. Sin la percepción de este
hecho fundamental por Francis Crick, él y Watson no habrían llegado
jamás a la forma correcta. Crick siempre consideró esta su gran
contribución a la resolución de la estructura del ADN, y no es extraño
que el dibujo de Odile deje bien claro este hecho con dos simples
flechitas trazadas a mano.
Un hecho aún menos conocido es el resultado experimental en el que se
basó esta capital intuición de Crick, que había sido obtenido poco antes
por una tercera científica en discordia, la cristalógrafa de Londres
Rosalind Franklin. El dato llegó a oídos de los dos científicos de
Cambridge por un camino algo tortuoso, o al menos poco convencional: a
través de las notas que Franklin había escrito para la memoria de su
propia institución, el King’s College de Londres, que les fue facilitada
a Watson y Crick por el jefe de Franklin, Maurice Wilkins.
También es verdad que ni Wilkins ni la propia Franklin habían otorgado
la menor importancia a ese resultado; el dato de oro estaba sepultado
entre varios estratos de jerga cristalográfica perfectamente inocua, y
decía simplemente así: “grupo de simetría C1”. Hizo falta el genio de
Crick para saltar de ahí a la percepción crucial de que el ADN estaba
hecho de dos hélices antiparalelas. Solo así la doble hélice puede
presentar esa simetría; en nuestro ejemplo de las dos serpientes,
significa que da lo mismo mirarlas desde la cabeza de una (pegada a la
cola de la otra) que desde la cola de la una (pegada a la cabeza de la
otra).
Este episodio poco conocido se puede ver, junto con el resto de los
acontecimientos que condujeron al mayor descubrimiento de la historia de
la biología, en la dramatización Life Story, producida por la BBC en
1987. El aniversario de la publicación en Nature de la doble hélice
podría ser una buena ocasión para estrenarlo en España 26 años después,
aunque solo sea porque sale Jeff Goldblum haciendo de Watson, y una
maravillosa Juliet Stevenson en el papel de Rosalind Franklin.
Lo más importante de la doble hélice, con todo, es lo que mantiene
unida a una hélice con la otra, y esta fue la aportación crucial de
Watson a toda esta historia. Ahí, en el exiguo espacio que los dos
muelles antiparalelos dejan entre sí, es donde se apiñan todas esas
letras (ctaccgata…) que ahora, con las noticias sobre los genomas
apareciendo un día sí y otro no en la prensa mundial, se nos han hecho
tan familiares como el alfabeto.
El nombre técnico de esas letras es bases, o nucleótidos, y son unas
moléculas orgánicas muy simples que, en el ADN, solo vienen en cuatro
sabores: adenina, guanina, timina y citosina, o A, G, T, C para
abreviar. En la mañana de un sábado de febrero de 1953, Watson estaba
jugando con las versiones en cartulina de esas cuatro fórmulas químicas
cuando, de repente, se dio cuenta de que, en el interior de la doble
hélice, la A solo podía aparearse con la T, y la G solo con la C.
Watson y Crick repararon de inmediato en que esas simples reglas de
apareamiento —dictadas por la mera estructura química de las bases—
bastaban para explicar de un plumazo la propiedad esencial de cualquier
sistema vivo: su capacidad para sacar copias de sí mismo. Si la doble
hélice se separa en sus dos hélices componentes, cada una puede
reconstruir a la otra gracias a las reglas de apareamiento. La idea
resultó enteramente correcta, y sobrevino la revolución.
La Academia sueca no estuvo especialmente rápida a la hora de reconocer
el hallazgo, y el tiempo fue especialmente cruel con Rosalind Franklin,
que murió de cáncer cuatro años antes de que su jefe, Maurice Wilkins,
compartiera el premio Nobel de Medicina con Watson y Crick por el
hallazgo del siglo al que tanto había contribuido.
Fuente:
sociedad.elpais.com