jueves, 25 de abril de 2013

La vida ‘cumple’ 60 años.

La doble hélice de ADN descubierta por Watson y Crick en 1953 ha transformado radicalmente la investigación biomédica y ha impulsado la medicina personalizada.
Francis Crick (derecha) y James Watson posan en el laboratorio Cold Spring Harbor. / Cold Spring Harbor laboratory

Por Javier Sampedro.

“Nunca he visto a Francis Crick comportarse con modestia”. Esa fue la frase con que la pareja científica de Crick, James Watson, decidió arrancar La doble hélice, uno de los libros científicos más notables del siglo XX, y seguramente la obra de divulgación más rompedora de la —no muy larga— historia de la ciencia. La modestia, por cierto, tampoco ha sido nunca el fuerte de Watson, pero ¿quién puede ser humilde tras haber descubierto a los 25 años el secreto de la vida?

La doble hélice no es solo uno de los iconos más populares de la ciencia del siglo XX —quizá solo comparable a la ecuación de Einstein E=mc2—, sino que también ha ejercido sobre generaciones de biólogos un magnetismo que no da signos de caducar aun hoy, cuando se cumplen exactamente 60 años de la publicación del descubrimiento en Nature.

En ese periodo, el descubrimiento de Watson y Crick ha transformado radicalmente la investigación biomédica y la biología en su conjunto. Hasta el minuto anterior a la publicación de ese paper, la genética era una disciplina tan compleja y farragosa que ni el mejor especialista del mundo habría podido presumir de dominarla. Hoy se le puede enseñar a un niño en cinco minutos.

El proyecto genoma humano y todo el resto de la genómica son la consecuencia directa de aquel artículo que cambió por entero nuestra percepción de la vida en la Tierra y de nosotros mismos. Continentes previamente inexplorados de aplicaciones tecnológicas, desde la producción industrial de insulina y hormona del crecimiento hasta las modernas estrategias de búsqueda de nuevos fármacos antitumorales pasando por el diagnóstico personalizado del cáncer, arrancan de aquella publicación engañosamente tímida. No habrá muchos trozos de papel que hayan transformado el mundo de manera tan radical.

Las técnicas de análisis del ADN, y en particular el vertiginoso desarrollo y abaratamiento de los métodos de secuenciación (o lectura de los genes) han abierto también avenidas enteramente nuevas en disciplinas como la paleontología, que ha conocido en años recientes logros tan espectaculares como la reconstrucción del genoma del mamut, una especie extinta hace unos 10.000 años en las estepas siberianas, y del hombre de Neandertal, que desapareció en Europa hace 30.000 años; también la antropología o la medicina legal; y en el campo de la evolución, con verdaderos aludes de información genómica que están permitiendo a los científicos reconstruir el pasado del planeta y la deslumbrante historia del origen de la humanidad.

¿Qué ocurrió, entonces, hace 60 años?

A diferencia del irreverente, chispeante y procaz libro divulgativo de Watson, que es de 1968, el paper original del 25 de abril de 1953 constituye seguramente uno de los pináculos de la parquedad científica, incluso en comparación con otras obras de ese género gris y fatigoso, empezando a contar por su poco inspirador titular: “Una estructura para el ácido desoxirribonucleico”. Ni siquiera “La estructura del ácido desoxirribonucleico”. Tan solo una, una estructura, como quien dice una ocurrencia entre tantas otras posibles, como quien da a conocer con desgana una anécdota.

El ácido desoxirribonucleico, por cierto, es el ADN, el material del que están hechos nuestros genes. Las siglas no se llevaban mucho en la época, o no desde luego tanto como ahora. Tampoco es que desarrollar las siglas sea una gran ayuda en este caso, como puede verse.

Los historiadores de la ciencia se lo han pasado en grande con este paper, y por buenas razones. Por ejemplo, es escandalosamente breve: solo ocupa una página de aquel número 4.356 de la revista Nature, referencias bibliográficas incluidas (solo hay seis). Su única ilustración es de factura casera, literalmente: la dibujó a mano Odile Crick, la mujer de Francis, tras una somera descripción que le impartió este último en la salita de su casa de Cambridge.

Ese sencillo boceto de Odile, sin embargo, capta a la perfección los detalles estructurales esenciales de la doble hélice recién descubierta por Watson y Crick y en particular algunos de ellos que, aun hoy, se representan a menudo erróneamente en las ilustraciones populares y museísticas del ADN. Odile lo hizo mejor hace 60 años, como veremos enseguida.

Hélice no es más que el nombre matemático de un muelle, y la doble hélice consiste en dos muelles imbricados entre sí. Pero las dos cadenas no son paralelas, sino antiparalelas: si fueran dos serpientes, la cabeza de una pegaría con la cola de la otra. Sin la percepción de este hecho fundamental por Francis Crick, él y Watson no habrían llegado jamás a la forma correcta. Crick siempre consideró esta su gran contribución a la resolución de la estructura del ADN, y no es extraño que el dibujo de Odile deje bien claro este hecho con dos simples flechitas trazadas a mano.

Un hecho aún menos conocido es el resultado experimental en el que se basó esta capital intuición de Crick, que había sido obtenido poco antes por una tercera científica en discordia, la cristalógrafa de Londres Rosalind Franklin. El dato llegó a oídos de los dos científicos de Cambridge por un camino algo tortuoso, o al menos poco convencional: a través de las notas que Franklin había escrito para la memoria de su propia institución, el King’s College de Londres, que les fue facilitada a Watson y Crick por el jefe de Franklin, Maurice Wilkins.

También es verdad que ni Wilkins ni la propia Franklin habían otorgado la menor importancia a ese resultado; el dato de oro estaba sepultado entre varios estratos de jerga cristalográfica perfectamente inocua, y decía simplemente así: “grupo de simetría C1”. Hizo falta el genio de Crick para saltar de ahí a la percepción crucial de que el ADN estaba hecho de dos hélices antiparalelas. Solo así la doble hélice puede presentar esa simetría; en nuestro ejemplo de las dos serpientes, significa que da lo mismo mirarlas desde la cabeza de una (pegada a la cola de la otra) que desde la cola de la una (pegada a la cabeza de la otra).

Este episodio poco conocido se puede ver, junto con el resto de los acontecimientos que condujeron al mayor descubrimiento de la historia de la biología, en la dramatización Life Story, producida por la BBC en 1987. El aniversario de la publicación en Nature de la doble hélice podría ser una buena ocasión para estrenarlo en España 26 años después, aunque solo sea porque sale Jeff Goldblum haciendo de Watson, y una maravillosa Juliet Stevenson en el papel de Rosalind Franklin.

Lo más importante de la doble hélice, con todo, es lo que mantiene unida a una hélice con la otra, y esta fue la aportación crucial de Watson a toda esta historia. Ahí, en el exiguo espacio que los dos muelles antiparalelos dejan entre sí, es donde se apiñan todas esas letras (ctaccgata…) que ahora, con las noticias sobre los genomas apareciendo un día sí y otro no en la prensa mundial, se nos han hecho tan familiares como el alfabeto.

El nombre técnico de esas letras es bases, o nucleótidos, y son unas moléculas orgánicas muy simples que, en el ADN, solo vienen en cuatro sabores: adenina, guanina, timina y citosina, o A, G, T, C para abreviar. En la mañana de un sábado de febrero de 1953, Watson estaba jugando con las versiones en cartulina de esas cuatro fórmulas químicas cuando, de repente, se dio cuenta de que, en el interior de la doble hélice, la A solo podía aparearse con la T, y la G solo con la C.

Watson y Crick repararon de inmediato en que esas simples reglas de apareamiento —dictadas por la mera estructura química de las bases— bastaban para explicar de un plumazo la propiedad esencial de cualquier sistema vivo: su capacidad para sacar copias de sí mismo. Si la doble hélice se separa en sus dos hélices componentes, cada una puede reconstruir a la otra gracias a las reglas de apareamiento. La idea resultó enteramente correcta, y sobrevino la revolución.

La Academia sueca no estuvo especialmente rápida a la hora de reconocer el hallazgo, y el tiempo fue especialmente cruel con Rosalind Franklin, que murió de cáncer cuatro años antes de que su jefe, Maurice Wilkins, compartiera el premio Nobel de Medicina con Watson y Crick por el hallazgo del siglo al que tanto había contribuido.

Fuente:
sociedad.elpais.com

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