jueves, 12 de abril de 2018

Razón de las ovejas enfermizas

En una civilización donde –sostiene el autor de este ensayo– “resulta inmoral no ser feliz” y donde predominan “la evasión, la violencia mediática y la frivolidad”, sucede que “el hombre actual sufre por no querer sufrir”. Y prospera el “infantilismo”, que declara: “Sufro: alguien tiene que ser el causante”. Es el argumento que Nietzsche llamó “de las ovejas enfermizas”.




Por Luis Hornstein

La moral y la felicidad, antes enemigas irreductibles, se han fusionado; actualmente resulta inmoral no ser feliz. Hemos pasado de una civilización del deber a una del placer. Allí donde se sacralizaba la abnegación y la privacidad tenemos ahora la evasión, la violencia mediática y la frivolidad. La dictadura de la euforia sumerge en la vergüenza a los que sufren. No sólo la felicidad constituye, junto con el mercado de la espiritualidad, una de las mayores industrias de la época, sino que es también el nuevo orden moral.

El hombre actual sufre por no querer sufrir. Quiere anestesia en la vida cotidiana. Ciertos sufrimientos sólo preocupan cuando son desmesurados, sea por la duración, sea por la intensidad. Para atenuarlos, para borrarlos, recurrimos a diversas estrategias: los fármacos, el alcohol, las drogas, la calma chicha de ciertas corrientes orientales que decretan vanos nuestros afectos y compromisos. Otra estrategia es el infantilismo y la victimización. Ambas intentan eludir las consecuencias de los propios actos. “‘Sufro: indudablemente alguien tiene que ser el causante’: así razonan las ovejas enfermizas”, escribió Nietzsche.

¿Qué es el infantilismo? Tenemos derecho a evitar la intemperie, pero otra cosa es pretender la protección que se le da al niño. El infantilismo combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites. La victimización es convertirse en inimputable según el modelo de los damnificados. Al demostrar que el ser humano es movido también por fuerzas que no conoce (lo inconsciente), Freud proporcionó una batería de pretextos para justificar sus actos (mi infancia desgraciada, mi madre “castradora”, mi padre ausente). La infancia termina con la pubertad. Pero tiene sus reediciones, que aportan un flujo renovador. Tal vez una vida más plena sea eso. No es necesario hacerse todas las cirugías ni hablar a la moda, basta con recuperar la capacidad de asombro de la infancia.

En toda pérdida –la muerte o rechazo de alguien significativo, el despido laboral, los sinsabores de un proyecto– está presente una distancia: entre antes y ahora, entre realidad y fantasía. Eso duele. Es un dolor que a veces intenta extirparse con psicofármacos, con alcohol o con otras conductas de evasión. Algún día, para el que perdió a un ser querido y creyó haber perdido todo, el sufrimiento deja de estar omnipresente. Sin embargo, todos conocemos personas que son un continuo lamento.

La persona que sufre tiene dificultades para “investir”, para poner combustible al motor de su psique. “Investir” e “invertir” a veces son sinónimos. Invierto en la carrera universitaria o deportiva de mi hijo. Invierto esperanzas en una corriente política o un proyecto. “Desinvestir” es el proceso inverso: retirar la inversión, el entusiasmo, el interés. La indiferencia se convierte en escudo contra ciertas afrentas. A veces son repliegues tácticos, para volver a la carga. A veces implican que uno ha bajado los brazos.

Abordar los sufrimientos actuales implica considerar las dimensiones subjetivas de los procesos sociales. La tarea concierne a diversas disciplinas. ¿Podremos intercambiar? Vean la lista de los autores leídos por Freud: poetas, filósofos, médicos, historiadores, políticos, biólogos. Vean cómo mantiene el timón en el mar embravecido de tanta lectura, que a otro llevaría al eclecticismo o a la dispersión.

Vivimos en lo efímero, la obsolescencia acelerada. Un modo bursátil de vivir, a la Wall Street. Hoy “se usa” un aire juguetón de ligereza, el compromiso light. Algo falla en el pum para arriba, que necesita drogas diversas, anabólicos, bebidas energizantes. Este “politeísmo de los valores” al decir de Max Weber, esta ausencia de brújulas éticas, ¿qué sufrimientos genera? ¿Cómo orientarnos en este laberinto? Esa crisis no es sólo la de los marcos morales heredados de las grandes confesiones religiosas, sino también la de los valores laicos que les sucedieron (ciencia, progreso, emancipación de los pueblos, ideales solidarios y humanistas).

Algunos buscan una restauración retornando a los valores tradicionales (nacionalismo, familiarismo, fundamentalismo, integrismo) o en la búsqueda de ideales new age. Ya no hay tampoco una tradición indiscutida de la familia (las hay ampliadas, nucleares, monoparentales, homosexuales, etcétera).

La práctica nos confronta con un cóctel de sufrimientos: oscilaciones intensas de la autoestima y desesperanza, apatía, hipocondría, trastornos del sueño y del apetito, crisis de ideales y valores, identidades borrosas, impulsiones, adicciones, labilidad en los vínculos, síntomas psicosomáticos.

Los pacientes fragmentados por los especialistas devienen presos del nomadismo de los hipocondríacos y van de consulta en consulta. Son escépticos que no creen en ningún tratamiento pero que los prueban todos, acumulan homeopatía, acupuntura, hipnosis y alopatía. Pero no es imposible encontrar una escucha que contenga. Será la oportunidad de inscribir el sufrimiento en la trama de una historia personal.

Marea la cantidad de síntomas que no se dejan arrear fácilmente a los tres corrales de la neurosis, la perversión y la psicosis. Ante el mareo hay soluciones que evitan el reduccionismo pero nos obligan a estudiar. O bien, como Ulises, nos atamos al mástil salvador de la clínica.

El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, conocido como DSM, es uno de los intentos de evitar el mareo. Fue ideado para encontrar un esperanto entre distintas corrientes. Soslayando el conflicto instaló la paz, una paz que se parece a la del sepulcro. A veces los diagnósticos hacen olvidar que estamos en una intrincada selva y no en un cómodo safari. La psicología se ocupa de pasiones y sufrimientos. El DSM IV no ha logrado aquietarlos, los ha anestesiado mediante categorías que tranquilizan al psiquiatra, pero no aquietan las tormentas subjetivas.

Los casos “puros” no abundan. ¿Existe la pureza? Todo lo que vive ensucia, todo lo que limpia mata. El agua pura es agua sin mezcla, y, por lo tanto, es un agua muerta, lo cual dice mucho sobre la vida y sobre una cierta nostalgia de la pureza.

En la última década, los avances de la genética han sido apabullantes. Hay un gen para la salud y la enfermedad, para la criminalidad, la violencia y hasta para el “consumismo compulsivo”. Para el biologicismo los sufrimientos psíquicos no tendrían que ver con el desempleo, la brecha entre riqueza y pobreza extremas, las injusticias sociales o las formas enfermantes de convivencia. Desmiente así los problemas subjetivos o sociales al pensar solo en causalidades biológicas. Se ilusiona con que el conocimiento de los 3000 millones de nucleótidos que forman el genoma humano tendría la clave de lo viviente. El objetivo es convencer al público de que las enfermedades para las que no se ha encontrado una causa microbiana o viral tendrían un origen genético que se acepta matizar con consideraciones sobre el modo de vida (alimentación, cigarrillo, actividad física, ansiedad o depresión).

¡Qué alivio sería encontrar un gen del sufrimiento! Tal sería dar con un gen de la felicidad o del fanatismo... La vida tendría la linealidad de un programa: estaría inscrita, en la arborescencia del ADN. Habría ansiosos impregnados por la adrenalina y la serotonina y habría atontados con el cerebro inundado de dopamina. Sin embargo, el misterio del sufrimiento psíquico no se reduce a la genética. La vida tiene la estructura de una promesa, no de un programa.

Por supuesto que lo biológico no debe ser excluido, más allá de la propaganda de las empresas farmacéuticas. Los sujetos no son espíritus libres restringidos solamente por los límites de la imaginación o por los determinantes socioeconómicos. Pero tampoco son máquinas replicadoras de ADN. Son efecto de una interacción constante entre “lo biológico” y “lo social” a través de la cual se construye la historia. Los sufrimientos deben ser abordados desde el paradigma de la complejidad considerando la acción conjunta de la herencia, la situación personal, la historia, los conflictos, la enfermedad corporal, las condiciones histórico-sociales, las vivencias, el funcionamiento del organismo sin descartar los desequilibrios bioquímicos.
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