Por Alejandro Olivieri*
Corre el año 3016, y un experto en
docencia universitaria propone cambiar de manera radical el modo de
enseñar. El siguiente es un fragmento de su exposición: “Este año puede
ser el de la revolución educativa. Intentaremos mejorar los resultados
de los exámenes e incrementar el interés estudiantil por los
conocimientos científicos, empleando un concepto absolutamente
revolucionario. En un recinto relativamente pequeño, un grupo de
estudiantes se encontrará personalmente con un docente humano, en lugar
de conectarse digitalmente con un dispositivo de educación virtual, un
robot o un repositorio digital de información científica”.
“De ese modo –continúa el experto– se podrá visualizar la mente del
docente trabajando en tiempo real, observar cómo aquel razona, se
detiene antes de escribir la próxima ecuación, o incluso se equivoca,
retrocede y modifica su relato. Se le podrá preguntar y repreguntar,
interpelarlo si no se comprende un concepto, o corregirlo si se cree
detectar un error, actividades imposibles en la actualidad”.
Y detalló: “Para comunicar los conocimientos, el docente dispondrá de
un dispositivo plano que cubrirá casi toda la pared ubicada detrás
suyo, de color negro, similar a una pantalla táctil pero de mayor tamaño
y de consistencia sólida. Escribirá sobre su superficie mediante un
segundo dispositivo, de reciente desarrollo, consistente en un pequeño
cilindro de unos diez centímetros de altura y un centímetro de radio,
compuesto básicamente de yeso, que al ser apoyado sobre la pantalla
negra deja un rastro visible de color blanco. Este singular efecto se
debe a que pequeñas partículas de yeso quedan adheridas a la pantalla,
de donde pueden luego quitarse pasando sobre ella un trozo de paño. El
dispositivo de escritura se asemeja a lo que antiguamente se denominaba
tiza, pero contiene, además de yeso, un polímero estructurado que impide
que el polvo se disperse por el aire, tanto durante la escritura como
el borrado, evitando así potenciales inconvenientes en las vías
respiratorias del docente …”.
Ciencia y ficción
Lo anterior no es completamente original. La idea proviene del
capítulo titulado Lo antiguo y lo definitivo, que integra el libro Los
secretos del universo y otros ensayos, cuyo autor es el novelista de
ciencia ficción y divulgador científico Isaac Asimov.
Frente a un futuro presuntamente dominado por el video como único
medio de lectura, y en el que los libros no existen, el ensayo plantea
la necesidad de una cinta de video que se pueda controlar por la
voluntad humana, deje de correr en el momento mismo en que se aparte la
mirada, se ponga en marcha en cuanto se le vuelva a prestar atención y
corra más rápido o más despacio, hacia adelante o hacia atrás,
dependiendo sólo de los deseos del usuario.
Una cinta autónoma, fácilmente transportable, absolutamente privada y
que no consuma energía. Describe así el redescubrimiento del libro
impreso, tal como más arriba se redescubren la tiza y el pizarrón en un
futuro lejano sin clases presenciales.
Quiero usar esta idea como base para reflexionar acerca de los
cuestionamientos que vengo escuchando, desde hace un tiempo, a la
clásica clase teórica, llamada también, en forma un tanto despectiva,
“magistral”.
Lo magistral
A propósito, convendría consultar el diccionario de la Real Academia
Española en relación con el adjetivo “magistral”. Recién en tercer lugar
se registra una acepción de cariz negativo, referente al uso de modales
afectados o de un tono engreído en el lenguaje. Sin embargo, la segunda
acepción es elogiosa, y reconoce que “magistral” se aplica a una acción
realizada con maestría. Desde que lo supe, tengo menos vergüenza en
llamar a nuestras clases teóricas de ese modo.
La crítica más difundida a la clase magistral es que se trata de una
exposición continua por parte de un docente, sin participación del
estudiante. En esta visión, al primero le corresponde un rol activo, al
segundo uno pasivo, y la información fluye en un único sentido. Es por
esto que se pretende abolir la clase magistral, reemplazándola por
sucedáneos menos aburridos, más interesantes y motivadores, con mayor
convocatoria hacia los jóvenes de hoy.
Se proponen como alternativas distintos medios digitales, conexiones a
internet, audiovisuales animados, videos y otras herramientas modernas,
capaces de captar la atención de la juventud actual con mayor
eficiencia. Estos ingenios estarían fatalmente destinados a suceder a la
clase magistral, declarada obsoleta y en franco proceso de extinción.
Dinosaurio vivo
Pero, ¿reside el problema en la propia clase magistral, que por
definición es deficiente para transmitir conocimientos y fomentar el
espíritu crítico y el razonamiento científico, o la cuestión se centra
en la manera en que se la aplica? ¿Está la clave en la herramienta o en
el modo en qué esta se usa? ¿Se trata, por así decirlo, de un cuchillo
útil para dividir un pan y sosegar el hambre, o de un puñal afilado que
amenaza el corazón de la comunicación docente-estudiante?
En mi opinión, el dinosaurio magistral puede estar más vivo de lo que
aparenta, y haríamos bien en dotarlo de movimiento en lugar de dejarlo
expuesto en la vidriera de un museo. Si la iniciamos con una adecuada
introducción al tema, si la organizamos y desarrollamos correctamente,
si le damos enfoques variados, si la ilustramos con ejemplos, si
proponemos una discusión crítica y aceptamos diferentes puntos de vista,
la clase magistral seguirá siendo el mejor complemento de las
actividades de laboratorio o de campo para la enseñanza de la ciencia.
Cumpliendo en primer lugar con la premisa de un contenido curricular
preciso, podemos hacerla también entretenida, sin más secreto que
variando el tono de voz, pasando de temas serios a banales, hasta
contando un chiste si es pertinente, y por supuesto intentando en todo
momento dar participación a los estudiantes. Estos simples recursos
podrían asegurarnos el logro de dos éxitos simultáneos: uno duradero y
sólido, disfrutar del avance de nuestros educandos, otro efímero y
frágil: verlos sonreír. Es preciso también, claro, que la propia
audiencia intervenga de buena fe en el juego colectivo, y concurra con
genuino espíritu participativo. De lo contrario, ni la más histriónica
de las actuaciones logrará el objetivo buscado.
Multifuncionalidad
En el actual contexto, los profesores universitarios debemos
ocuparnos de clases, exámenes y consultas, y además planificar,
organizar, supervisar y gestionar proyectos de investigación científica,
completar formularios por una casi infinita variedad de motivos,
escribir y corregir informes de becarios, doctorandos, tesinistas y
pasantes, redactar trabajos científicos y artículos de divulgación,
participar en reuniones de variada índole, recibir en nuestros
laboratorios, atender y acompañar a colegas nacionales y extranjeros,
actuar en diversas comisiones evaluadoras y en jurados de concursos,
tesis y tesinas, y atender la solicitud de servicios y asesorías
técnicas. Al parecer, pesa también sobre nosotros la responsabilidad de
motivar a los estudiantes y aumentar su presencia y nivel de
participación en las clases, buscando, adoptando y desarrollando nuevas
herramientas de comunicación compatibles con las necesidades de las
actuales generaciones, en reemplazo de la vieja y entrañable clase
magistral. Es por eso que el título de este escrito repite la ya
memorable pregunta, hoy formulada por un docente al sistema
universitario: ¿Qué pretende usted de mí?
(*) Profesor del Departamento de Química Analítica de la Facultad de Ciencias Bioquímicas y Farmacéuticas, UNR
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