A finales de siglo XIX y comienzos del siglo XX los valores no desempeñaban ningún papel en el desarrollo de la ciencia. La noción de ciencia neutra, carente de valores se remonta al siglo XVII, a la creación de la Royal Society londinense.
Por César Tomé
Según el Royalist Compromise,
el acuerdo con la corona británica, recogió el compromiso de ésta de
permitir a los miembros de la Sociedad investigar en libertad siempre
que no se involucrasen en asuntos religiosos, políticos y morales.
Hume, el más importante filósofo empirista, diferenciaba tres tipos de filosofía, Filosofía natural (Ciencia), Filosofía práctica (Ética) y Semiótica (o Lógica), y sostuvo que son completamente diferentes unas de las otras. Para las posiciones empiristas la falacia naturalista sigue siendo un criterio de evaluación filosófica: a partir de aserciones factuales no se pueden implicar aserciones morales. Los científicos pueden conjugar el verbo ser, pero no deben usar la expresión deber ser.
Ya en el siglo XIX, en su Catecismo positivista,
Auguste Comte afirmó que la ciencia tiene que ver con los hechos, no
con los valores. Max Weber trasladó ese postulado a las ciencias
sociales. Según él, también los economistas y los sociólogos deben
adoptar una postura neutral cuando investigan. La ciencia ha de buscar
la objetividad y por eso ha de describir, comprender y explicar los
hechos, pero sin emitir juicios de valor. En la tradición empirista y
positivista, esos juicios son subjetivos, por eso caen fuera del
discurso científico. En su Tractatus logico-philosophicus (1921), Wittgenstein mantuvo tesis más radicales: «En el mundo todo es como es y sucede como sucede, en él no
hay ningún valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor». Los
valores no existen en el mundo objetivo, los aportan los sujetos, sean
individuales o colectivos.
En su libro Religión y Ciencia,
Russell afirmó tajantemente que “cuestiones como los “valores” se
encuentran fuera del dominio de la ciencia”, e incluso que “están
enteramente fuera del dominio del conocimiento; es decir, cuando
afirmamos que esto o aquello tiene “valor”, estamos dando expresión a
nuestras propias emociones, no a un hecho que seguiría siendo cierto
aunque nuestros sentimientos personales fueran diferentes”.Concluyó
que “si es cierto que la ciencia no decide cuestiones de valor, es
porque escapan en absoluto a la decisión intelectual y se encuentran
fuera del reino de la verdad y la falsedad. Todo conocimiento accesible
debe ser alcanzado por métodos científicos, y lo que la ciencia no
alcanza a descubrir, la humanidad no logra conocerlo”. Científicos tan
prestigiosos como Poincaré, Einstein y otros muchos sostuvieron tesis
similares, al igual que los filósofos de la ciencia de la corriente
positivista. Y todavía en 1974, Quine recordaba que “la teoría
científica se mantiene orgullosa y manifiestamente alejada de juicios de
valor”.
Pero tal y como mostró Hilary
Putnam (2002), esa dicotomía entre hechos y valores se derrumbó a lo
largo del siglo XX. Hay dos causas principales de este giro. Por un
lado, la noción de valor ha ampliado su significado. Por otro, la propia
ciencia se ha transformado radicalmente, sobre todo a partir de la II
Guerra Mundial. La primera gran grieta en el muro conceptual que habían
levantado los filósofos empiristas y los propios científicos la abrió
Robert K. Merton, a quien se atribuye la condición de fundador de la
sociología de la ciencia. Merton, a partir de un análisis histórico del
contexto social, político y religioso en que se produjo la llamada
“revolución científica”, llegó a la conclusión de que la actividad
científica y, más concretamente, su legitimación social, tenía mucho que
ver con un conjunto de normas y valores que guían la labor de los
científicos y al que denominó “ethos de la ciencia”. Volveremos más adelante sobre este asunto.
Llegados
a este punto conviene hacer una petición de principio. Porque en este
texto se ha manejado la noción de valores cuando en ningún momento se ha
ofrecido una definición de la misma. En efecto, antes de seguir
adelante es importante tratar de aclarar la cuestión de qué se entiende
por valores y, como veremos, no va a ser tarea fácil. Nos enfrentamos a
un término ciertamente elusivo. Es, de hecho, difícil definir qué es un
valor, puesto que al respecto hay definiciones muy heterogéneas; y
también es difícil clasificar los valores.
Según Echeverría (2002), los valores de la ciencia son considerados como funciones que guían y orientan las acciones científicas. Los valores son utilizados como ideal regulativo de las acciones, incluso como fundamento de la ética; parece que los valores son el motor, y no sólo la guardia o la inspiración, de cualquier empresa (Menéndez Viso, 2002).
Pero el mismo Menéndez Viso (2005) señala que no es posible contar con
una definición precisa del término, y añade que si los valores han de
servir como principio explicativo, han de estar bien definidos, no
pueden ser ellos mismos términos confusos. Pero lo son. No está claro si
son principios, entidades, cualidades, funciones, o bienes, por ejemplo. En realidad, con un pequeño esfuerzo, el análisis de la literatura permite identificar los siguientes sinónimos de valores: virtudes, bienes, normas, fines, derechos, o dogmas.
Según
ese mismo autor (Menéndez Viso, 2005), el término valores se utiliza
porque hay ciertas nociones, como la virtud, la verdad, el bien o la
belleza, que no resulta cómodo enunciar: hacerlo produce una cierta
vergüenza. Y sin embargo, como las nociones en cuestión son básicas y
todos nos referimos a ellas en infinidad de contextos, se recurre a un
eufemismo que es el de los valores. La proliferación del uso de la
noción de los valores se da gracias a un curioso giro semántico del
término que, además de a su número, afecta al verbo que lo acompaña.
Hasta finales del s. XIX las cosas tenían valor; a partir de entonces, y cada vez más, las cosas son valores.
Comparto
la perplejidad que manifiesta Menéndez Viso en relación con este asunto
y, como se verá en anotaciones posteriores, no creo que se trate de una
perplejidad injustificada. No obstante, y puesto que, con propiedad o
sin ella, la noción de los valores tiene amplísimo uso, seguiremos
adelante, si bien es importante no perder de vista estas observaciones.
Fuentes
Echeverría, Javier (1995): El pluralismo axiológico de la ciencia. Isegoria 12: 44-79
Echeverría, Javier (2002): Ciencia y Valores; Barcelona, Ediciones Destino.
Echeverría,
Javier (2014): Los valores de las ciencias: Del ideal de neutralidad
del siglo XIX a la supremacía actual de la innovación. Investigación y
Ciencia nº 452, mayo, pp.: 2-3
Menéndez Viso, Armando (2002): Valores ¿ser o tener? Argumentos de Razón Técnica nº 5: 223-238
Menéndez Viso, Armando (2005): Las ciencias y el origen de los valores Siglo XXI, Madrid
Putnam,
Hilary (2002): The Collapse of the Fact/Value Dichotomy and Other
Essays. Harvard University Press, Cambridge, Mass. [Traducción al
español: El desplome de la dicotomía hecho/ valor y otros ensayos, Paidós Ibérica, Barcelona (2004)]
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU
Publicación original
culturacientifica.com
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