viernes, 21 de septiembre de 2018

Martha Chase: éxito y ocaso de una científica singular

Martha Chase y Alfred D. Hershey (1953).

Por Carolina Martinez Pulido

A la muerte de la acreditada especialista en genética microbiana, Esther Lederberg, el respetado profesor de biología molecular Dr. Stanley Falkow manifestaba en su discurso de despedida con relación al injusto trato recibido por las mujeres científicas: «Martha Chase, Daisy Roulland-Dussoix y Esther Lederberg fueron mujeres que realizaron descubrimientos cruciales para la ciencia. Martha Chase demostró que el material hereditario de los bacteriófagos es el ADN y no las proteínas. Daisy Dussoix descubrió los enzimas de restricción y Esther Lederberg inventó la réplica en placa. Cada uno de esos descubrimientos se han asignado a un miembro masculino del grupo de investigación (Alfred Hershey, Werber Arber y Joshua Lederberg, respectivamente)».


Asimismo, como colofón final de su discurso el científico añadía: «Los historiadores harán bien en revisar la ciencia de mediados de siglo XX, momento de grandes aportaciones, pero también de enormes discriminaciones.»

En respuesta a este conocido comentario en un artículo titulado El machismo en mitad de la ciencia del siglo XX,  publicado en el Blog La ciencia y sus demonios, se puntualiza con gran acierto: «Buen discurso, pero tardío. Siempre es bueno denunciar las discriminaciones, pero es infinitamente mejor no efectuarlas. Hersey, Arber y Lederberg ganaron un premio Nobel cada uno: premio que, en el mejor de los casos, tenían que haber compartido con sus compañeras de laboratorio».
Al calor de este relato crítico, puede ser de interés centrar nuestra atención en la primera científica mencionada por el profesor Falkow, Martha Chase, cuyo nombre ha quedado para siempre asociado a uno de los experimentos más famosos de la biología de la segunda mitad del siglo XX.

La trascendencia de un experimento que hizo historia

Alcanzados los años cuarenta del siglo pasado, los biólogos se enfrentaban, entre otras preguntas, a una cuestión de fundamental importancia: averiguar la naturaleza química del material hereditario, o lo que es lo mismo, descubrir de qué están hechos los genes. Los datos disponibles en aquel tiempo señalaban como candidatas a dos macromoléculas: el ácido desoxirribonucleico (ADN) y las proteínas. Si bien la existencia del ADN era conocida desde 1869, la mayor parte de los expertos suponía que eran las proteínas las portadoras de la información hereditaria. Los argumentos que apoyaban esta opción estaban principalmente basados en las conclusiones a las que había llegado en 1910 el reconocido bioquímico Phoebus Levene, quien sostenía que la molécula de ADN era demasiado simple como para ser capaz de transportar ningún tipo de información compleja. Las moléculas proteicas, por el contrario, exhibían gran complejidad y por tanto podrían cumplir con tan destacada función.

En 1944, los investigadores Oswald Avery, Colin MacLeod y Maclyn McCarty publicaron un trabajo que señalaba con notable claridad que el ADN era el material hereditario. No obstante, estos resultados no fueron ampliamente aceptados. Según el criterio de los especialistas, aún faltaba alguna prueba definitiva. En realidad, los biólogos se mostraban reacios a descartar la idea de que los genes estaban hechos de proteínas; muchos continuaban viendo al ADN como una molécula demasiado simple, algunos incluso la consideraban «aburrida» y monótona.

No fue hasta 1952, cuando el equipo de investigación formado por el doctor Alfred Hershey y la joven graduada Martha Chase publicó el artículo definitivo que lograba convencer a la comunidad de expertos que el ADN es la base del material genético, y no las proteínas. A partir de entonces este trabajo pasó a valorarse como «uno de los experimentos más simples y elegantes realizados en los primeros tiempos del emergente campo de la biología molecular». Veamos en qué consistió.

 

El «experimento de la batidora»

En el año 1950 llegó al laboratorio de Cold Spring Harbor, en Nueva York, la recién licenciada Martha Chase, contratada como ayudante de laboratorio del investigador Alfred Hershey. El Dr. Hershey estaba investigando con bacteriofágos (también llamados fagos, esto es, los virus que infectan a las bacterias) y formaba parte, junto a otros prominentes científicos como Salvador Luria y Max Delbruck, del llamado «Grupo del fago», cuyos trabajos contribuirían con el tiempo a identificar los principios básicos de la biología celular y molecular.
Visión general estructural del fago T2. Imagen Wikipedia.

Para su investigación, Hershey y Chase utilizaron el llamado fago T2, cuya estructura consiste en una cubierta proteica, formada por la cabeza o cápside con ADN en su interior, y una cola también de naturaleza proteica; químicamente, este fago se compone de un 50% de proteínas y un 50% de ADN. En aquel momento, los biólogos no comprendían con exactitud cómo se reproducen los fagos, aunque sí sabían, gracias a estudios con el microscopio electrónico, que para lograrlo necesitaban adherirse a la pared celular de una bacteria e infectarla.
Una vez realizada la infección, la bacteria hospedadora se convierte en una «fábrica» productora de nuevos fagos. Como la progenie portaba los mismos rasgos de infección, los investigadores deducían que los virus eran capaces de transmitir algún tipo de información genética (es decir, de «instrucciones» para producir nuevos virus) a las bacterias que contaminaban. Realmente, el mecanismo que permitía este comportamiento era en aquel entonces desconocido.

A partir de fotografías tomadas con el microscopio electrónico, los investigadores sabían, además, que los fagos no entran por completo en la bacteria a la que invaden. Por lo tanto, suponían que le inyectaban «algo», usando su cola casi como si fuera una aguja hipodérmica. Si los investigadores eran capaces de identificar qué inyectaban, sabrían que ese «algo» debía ser el material genético.

Hershey y Chase aprovecharon que las proteínas y el ADN tienen una composición química diferente: el ADN contiene átomos de fósforo (P) pero no de azufre (S), mientras que las proteínas, por su parte, no contienen fósforo (P), salvo en ciertas ocasiones puntuales, pero sí contienen azufre (S).

Tanto el fósforo como el azufre presentan formas no-radioactivas y radiactivas, llamadas isótopos. El P-32 y el S-35 son isótopos radioactivos. Recordemos que éstos, los isótopos radiactivos, tienen un núcleo atómico inestable y emiten energía cuando se transforman en un isótopo diferente más estable. La energía liberada puede detectarse con un contador Geiger o con una película fotográfica. Esta propiedad no modifica el metabolismo celular, y por ello los isótopos radiactivos son muy útiles como marcadores para identificar la ubicación de una molécula específica.

En el laboratorio es posible obtener fagos que tengan sus proteínas marcadas con S-35 y ADN normal, o bien el ADN marcado con P-32 y proteínas normales. Hershey y Chase, en una ingeniosa serie de experimentos, infectaron bacterias de Escherichi coli con los dos tipos de fagos. Una vez completada la infección, pusieron la mezcla de bacterias y virus en una batidora para eliminar todo aquello que estuviera adherido al exterior bacteriano.

La batidora, cuyo diseño no era muy refinado, se volvió famosa como parte de este célebre experimento. Sin entrar en demasiados detalles, señalemos que gracias a una adecuada agitación en la mencionada batidora, los investigadores lograron aislar las bacterias y determinar qué tipo de radioactividad se había trasladado desde los fagos al interior de las células bacterianas.

Encontraron entonces que los fagos marcados con P-32 habían transferido su radioactividad a las células, mientras que aquellos marcados con S-35 no transferían radioactividad alguna. O sea, dentro de las bacterias había fósforo marcado pero no azufre marcado. Estos resultados demostraban que durante la infección los fagos inyectaban su ADN, dejando en el exterior al componente proteico. El resultado era magnífico, pues había proporcionado la tan buscada evidencia: el material hereditario portador de las instrucciones para producir nuevos fagos era el ADN y no las proteínas.
Esquema del experimento Hershey-Chase. Imagen de Wikipedia.

La simpleza y originalidad de este trabajo tuvo un impacto enorme en la comunidad científica de la época. Sus implicaciones fueron mucho más allá de los estudios sobre virus. Proporcionaron los cimientos de la biología molecular e inspiraron solo once meses más tarde el desarrollo del modelo de doble hélice para el ADN.

Un premio Nobel y un debate agitado

A pesar de que este impactante experimento llevaba su nombre, en 1969 Martha Chase tuvo que mantenerse en segunda fila mientras observaba cómo Alfred Hershey recibía el premio Nobel por un descubrimiento que ambos habían realizado.

A medida que la intrahistoria de los orígenes de la biología molecular ha ido saliendo a la luz, los y las estudiosas se han preguntado si aquel Nobel de 1969 representa un ejemplo más de sesgo de género, o simplemente se trata de un caso en que se dio crédito a quien más lo merecía. Pensamos que es interesante debatir este asunto porque, entre otras cosas, nos permite intentar no añadir ni quitar méritos de manera infundada.

Para empezar, debe señalarse que si bien Martha Chase participó en el diseño y ejecución de uno de los experimentos considerados más brillantes de la temprana historia de la biología molecular, poco después su carrera se vio interrumpida por penosos acontecimientos personales.

Martha Chase, nacida en Cleveland, Ohio, en 1927, abandonó el laboratorio de Hershey en 1953, cuando solo había transcurrido un año desde la publicación del célebre artículo de la batidora. No obstante, su separación no fue definitiva, ya que con frecuencia regresaba durante los veranos para asistir a las interesantes y bulliciosas reuniones que el acreditado y cada vez más numeroso «Grupo del Fago» organizaba anualmente.

Diversos historiadores de la ciencia apuntan que el experimento Hershey-Chase marcó la cumbre de la carrera científica de Martha Chase; a partir de ahí, parece claro que empezó su descenso profesional. De hecho, resulta difícil encontrar mucha más información sobre su vida posterior.

Es conocido que en 1959 Martha Chase comenzó su doctorado en una universidad californiana, The University of Southern California, y que en 1964 consiguió el grado de doctora. Un poco antes, a finales de la década de los cincuenta, se había casado con el prominente virólogo Richard Epstein. El matrimonio, sin embargo, duró muy poco, pues se divorciaron antes del año de la boda.

El médico y profesor de oncología de la Universidad de Wisconsin (University of Wisconsin–Madison), Wlater Szybalski, amigo personal de la científica, es quien ha ofrecido más información sobre su vida. En el obituario por la muerte de Martha Chase en 2003, recordaba con relación al célebre experimento: «El laboratorio de Alfred Hershey era muy inusual. En aquella época estaban solo ellos dos, y cuando entrabas al laboratorio, había un silencio absoluto con Al [Alfred Hershey] dirigiendo los experimentos y señalando con el dedo a Martha, siempre con mínimas palabras. Ella era perfecta para trabajar con Hershey; experimentalmente, contribuyó mucho».

La historiadora Pnina Abir-Am, en su trabajo sobre el sexismo institucional dentro del «Grupo del fago», también incluye un comentario de Waclaw Szybalski: «Su nombre [el de Martha] siempre estará asociado con aquel experimento […]. Por ello podríamos considerar que su aporte fue monumental». Asimismo, apunta la historiadora que Szybalski hacía hincapié en que el divorcio dejó en Chase «una profunda cicatriz».

Al parecer, la combinación entre una enfermedad que sufrió, junto al hecho de considerarse profesionalmente infravalorada y el fracaso matrimonial, impulsaron a la científica a regresar a su lugar natal. Martha Chase padecía entonces un tipo de demencia que afectó a su memoria de corto plazo durante varias décadas. Finalmente, falleció a causa de una neumonía el 8 de agosto de 2003 a los 75 años de edad. Su amigo Szybalski la recordaba como «una persona excepcional pero muy desgraciada».

Para continuar con nuestro debate, señalemos que, por su parte, Alfred Hershey (1908-1997), en los años en que se gestó el experimento, ya era doctor en bacteriología desde 1934, además de director del Departamento de Genética en el célebre Cold Spring Harbor Laboratory, cuando Chase se incorporó a su laboratorio.

En 1969, Alfred Hershey y otros dos colegas masculinos, Salvador Luria y Max Delbruck, recibieron el premio Nobel «por sus descubrimientos sobre el mecanismo de replicación y la estructura genética de los virus». No puede discutirse que las aportaciones de Luria y Delbruck eran claramente merecedores del premio, pero sí resulta destacable que Alfred Hershey fuese galardonado y Martha Chase no.
Martha Chase. © Caltech.

Es muy difícil saber con certeza qué papel jugó el género en este caso, pero es asimismo poco creíble pensar que no tuvo ninguno. Sin embargo, hay que anotar que cuando publicaron el famoso experimento, los dos investigadores presentaban un currículo bastante distinto: Alfred Hershey tenía 44 años y era doctor desde hacía dieciocho años; Martha Chase tenía 25 años, se había graduado dos años antes (1950) obteniendo su doctorado en 1964, esto es, doce años después de publicar el trabajo. El experimento por tanto se realizó entre su graduación y su doctorado.
Diversos historiadores consideran muy probable que debido a que Chase era una técnica de investigación, fuese vista como un simple «par de manos» con las que Hershey ejecutaba sus experimentos. La situación se complica porque los estudiosos del tema carecen de evidencias fiables acerca de las contribuciones relativas de cada uno de ellos.

Además, para añadir más leña al fuego del debate, son pocos los que dudan, siguiendo las ideas imperantes en aquellos años, que siendo Chase mujer tuviese la suficiente capacidad intelectual para la investigación científica. Esta ofensiva actitud no era algo excepcional, ya que se han detectado muchos otros casos en los que mujeres investigadoras brillantes han sido consideradas por el comité del Nobel como simples «ayudantes de laboratorio», mientras que los hombres se han valorado como perspicaces directores del trabajo.

Otro aspecto de interés ha quedado reflejado en que el artículo de Hershey y Chase, donde describían su famoso experimento, salió publicado en el Journal of General Physiology  con el nombre de los dos. Como muy bien se ha expuesto en The Mad Science Blog, «el que Hershey aprobara incluir a Chase en el artículo sugiere claramente que consideraba su papel más que el de una simple “ayudante”».

No obstante, Hershey también tuvo comportamientos que sugieren escasa generosidad. Quizás el mayor insulto a la científica, según se explicita en el citado blog The Mad Science, radica en que durante la conferencia que impartió con motivo del Nobel «[Hershey] ni siquiera se molestó en mencionar el nombre de Martha Chase ni una sola vez».

La citada historiadora de la ciencia, Pnina Abir-Am, en su interesante trabajo sobre el sexismo institucional dentro del «Grupo del fago», estudia la manera en que se ha borrado de la memoria colectiva a las mujeres que colaboraron en él. Con referencia a Martha Chase, la autora destaca el tratamiento que se daba en aquellos años a las científicas, en cuanto a ser objetivizadas, mal pagadas, y tratadas con condescendencia.

Al respecto, Pnina Abir-Am recupera las palabras de Waclaw Szybalski, quien se refiere a una charla que tuvo con la científica en los siguientes términos: «Me dio la impresión de que ella [Chase] no se daba cuenta de la importancia del trabajo que había hecho […], solo pensaba en que era una técnica muy mal pagada». Escandalizan estas palabras que tan  claramente menosprecian a una investigadora capaz de colaborar en un extraordinario experimento «sin darse cuenta».

El obituario de Martha Chase en el New York Times,  refleja también cierta tendencia a la minusvaloración, encubierta bajo el simple titular: «Martha Chase, 75 años, la investigadora que ayudó en el experimento del ADN». El artículo va incluso más lejos al hacer referencia a la «Señorita Chase» y el «Doctor Hershey», cuando en esa fecha, 2003, ambos eran doctores.

Difícilmente se podrán saber más detalles sobre la verdadera dimensión del papel de esta científica en uno de los hallazgos más extraordinarios acaecidos en la biología del siglo XX. Lo cierto es que, pese a la gran difusión que alcanzó el experimento Hershey-Chase, incluso en la actualidad no todos los estudiantes, profesores y público lector de estos temas saben que Chase fue una mujer, y mucho menos conocen algo sobre su triste historia.

 

Referencias

 

Sobre la autora

Carolina Martínez Pulido es Doctora en Biología y ha sido Profesora Titular del Departamento de Biología Vegetal de la ULL. Su actividad prioritaria es la divulgación científica y ha escrito varios libros sobre mujer y ciencia.

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