Enseñar nuestras debilidades emocionales no forma parte de lo políticamente correcto.
Ignacio Morgado Bernal
“Aun a riesgo de rasgar las vestiduras de quienes
acostumbran a refugiarse tras sus emociones y sentimientos para no
afrontar la realidad...” La anterior es parte de la frase con la que mi
buen amigo Juan Zamora Terrés se cubría recientemente las espaldas ante
posibles objeciones a sus argumentadas explicaciones sobre las causas de
la colisión entre un pesquero de arrastre y un buque mercante ruso en
el puerto de Barcelona, expresadas en un artículo en Naucher Global, excelente periódico on line
sobre la marina mercante del que él mismo es responsable principal.
Lo cierto con relación a esa frase es que las cosas suelen ocurrir al revés, pues más que refugiarnos tras nuestras emociones y sentimientos solemos negarlos, es decir, no nos tapamos con ellos, los tapamos a ellos. Enseñar nuestras debilidades emocionales no forma parte de lo políticamente correcto. En cualquier confrontación lo que suelen exponer explícitamente las partes son sus razones, no sus sentimientos, aunque estos sean los principales responsables de sus respectivas posiciones. Pero no hace falta mostrar las emociones, pues no necesitan ser muy potentes para manifestarse incluso contra nuestra voluntad.
Lo cierto con relación a esa frase es que las cosas suelen ocurrir al revés, pues más que refugiarnos tras nuestras emociones y sentimientos solemos negarlos, es decir, no nos tapamos con ellos, los tapamos a ellos. Enseñar nuestras debilidades emocionales no forma parte de lo políticamente correcto. En cualquier confrontación lo que suelen exponer explícitamente las partes son sus razones, no sus sentimientos, aunque estos sean los principales responsables de sus respectivas posiciones. Pero no hace falta mostrar las emociones, pues no necesitan ser muy potentes para manifestarse incluso contra nuestra voluntad.
La escritora Almudena Grandes decía también recientemente en una interesante columna de este mismo diario
“no sé lo que puede hacer el (poderoso) aparato (del PSOE) contra la
emoción (que puede generar el humilde Pedro Sánchez en su campaña por
las primarias), pero me temo que no es mucho”. Hay verdad en esta
afirmación de Grandes, pero no toda la verdad, porque aunque las
emociones determinen nuestro comportamiento, ellas mismas son casi
siempre subsidiarias y servidoras de la razón, que es quien las suele
generar en su provecho. Eso significa que los buenos argumentos
racionales son capaces de modificar los sentimientos de las personas y
ponerlos así de su parte. En realidad, nunca estamos satisfechos con
nosotros mismos hasta que nuestros sentimientos encajan en nuestros
razonamientos, y viceversa. La relación entre ambos puede explicarse
también metafóricamente, como haré a continuación.
Imagine usted al mejor estratega militar del mundo, a un general como Alejandro Magno
capaz de concebir racionalmente el mejor modo de conquistar un
territorio o de ganar una difícil batalla y derrotar a sus enemigos. ¿Le
serviría de algo a su causa tanta inteligencia, tanta racionalidad, si
no dispusiese de un ejército suficientemente potente y cualificado para
ejecutar sus ingeniosos planes, para hacer posible su hazaña?
Si por pacifista no le gusta el ejemplo anterior, imagine en su lugar a un gran estratega del deporte, a un entrenador de fútbol como Pep Guardiola.
¿Hasta dónde pueden llegar sus ingeniosos aciertos racionales en la
organización del juego si no dispone de un Messi, un Iniesta, un Piqué?
¿Cuáles pueden ser sus éxitos sin esa poderosa disponibilidad? Pues eso
es precisamente lo que le ocurre a la razón, que perdería su eficacia si
no dispusiera de un poderoso ejército de emociones prestas a servirle
con extraordinaria rapidez en cualquier momento.
Imagine por fin ahora el mejor automóvil del mundo, el más
potente y sofisticado, capaz de viajar a increíbles velocidades, pero
que no dispusiera de frenos. Sería un peligro y muy posiblemente un
desastre. Eso es precisamente lo que muchas veces le ocurre a las
emociones, que se desbordan irrefrenables porque esa es su naturaleza ya
que fueron concebidas por la selección natural para ser rápidas y
proteger a sus portadores. Así fue hasta que con el desarrollo de la
neocorteza cerebral apareció la razón y con ella la posibilidad de
frenar el comportamiento emocional cuando resulta inconveniente. Pero,
¡ay!, la razón nació con un importante defecto, con un talón de Aquiles,
y es que necesita tiempo y no siempre se lo damos. Si lo hiciésemos,
triunfaría siempre, o casi siempre. Cuenta hasta diez, solemos decir,
antes de actuar en situaciones comprometedoras. La razón sin emociones
sería como un general sin ejército. La emoción sin razón sería como un
coche sin frenos. Van de la mano, se necesitan, son inseparables.
Ignacio Morgado Bernal es director del Instituto de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de Emociones e inteligencia social: Las claves para una alianza entre los sentimientos y la razón (Ariel, 2007).
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