jueves, 20 de abril de 2017

La pobreza y sus efectos sobre las decisiones de las personas




Por Luis Ángel Monroy-Gómez-Franco
Usualmente cuando se habla de pobreza se le piensa en términos materiales, ya sea en términos de si se tienen o no los suficientes recursos para comprar los bienes y servicios que satisfacen las necesidades básicas, o en términos de si se tiene acceso a ciertos derechos sociales, como la vivienda, la salud, la educación, la seguridad social y la alimentación.

Esto ha hecho que la mayoría de los economistas nos enfoquemos en analizar los efectos materiales de la misma. Es decir, la prioridad ha sido analizar cómo es que la condición de ser pobre –o no– afecta el desarrollo fisiológico de las personas, cómo impacta en el desarrollo de vida de las personas (ya sea educativa o profesionalmente), cómo reduce la cantidad de bienes a los que se puede tener acceso y cómo impacta eso a las personas. Hasta hace muy poco no existían investigaciones sistemáticas sobre cómo la pobreza afecta a algo mucho más crucial que todo lo anterior: la forma en que las personas toman decisiones.

Ser pobre o no implica contextos radicalmente diferentes bajo los cuales se toman decisiones. Específicamente, las personas en situación de pobreza toman todas sus decisiones en un contexto de escasez, mientras que las no pobres no lo hacen necesariamente. La escasez, o percepción de escasez, se refiere a tener o no los recursos (monetarios o de otra índole) necesarios para satisfacer nuestros deseos. Bajo esa definición es posible decir que todo mundo sufre de escasez en al menos una dimensión: no se tiene dinero suficiente para comprar el coche que se desea o no se tiene el tiempo suficiente para hacer todas las actividades que queremos realizar en vacaciones, por poner dos ejemplos. Sin embargo, no es lo mismo pensar o decir “no tengo dinero suficiente para comprar un coche” que “no tengo dinero suficiente para comprar la comida”, o “no tengo suficientes vacaciones para ver todo lo que quiero ver” que “no tengo suficiente tiempo para cuidar a mi hijo enfermo”. La diferencia es que en el caso de la primera opción de cada una de las comparaciones se hace referencia a una situación sobre la cual las personas pueden optar por ajustar sus deseos, mientras que en el segundo caso se trata de situaciones o necesidades sobe las cuales no se puede hacer un ajuste. Y es a estas últimas a las que más se enfrentan los pobres.

Sendhil Mullainathan y Eldar Shafir, en su libro Escasez: ¿Por qué tener tan poco significa tanto?, publicado en español por el Fondo de Cultura Económica, resumen buena parte de la investigación más reciente sobre los efectos que tiene la escasez en la toma de decisiones. Esta investigación apunta a que la escasez distorsiona en dos sentidos la percepción de la realidad. Por un lado, provoca “visión de túnel”: la visión de túnel es cuando la persona en cuestión sólo se concentra en resolver aquella situación más urgente para cuya resolución carece de recursos suficientes; es decir, enfrenta escasez. Esto tiene un lado bueno, pues genera un bono de “productividad” en la resolución del problema en cuestión. Es decir, ante un contexto de escasez, somos más cautelosos y racionales en nuestras decisiones, buscando desperdiciar lo menos posible los recursos. El lado malo es que quedan fuera de la atención de la persona elementos menos urgentes, pero no menos importantes. La visión de túnel a su vez distrae recursos cognitivos: la persona no deja de pensar en aquello que tiene que resolver en un contexto de escasez,, lo que deja menos recursos cognitivos disponibles para otras actividades. La visión de túnel, por tanto, cobra un impuesto cognitivo. Estas distorsiones no son voluntarias, son reacciones al ambiente de escasez.

La literatura ha identificado que dichas distorsiones aparecen en múltiples ámbitos de escasez. Piénsese, por ejemplo, en la persona que tiene que pagar la renta en una semana y no tiene suficiente dinero. Olvidará que en dos días tiene una cita con el médico o la cancelará (visión de túnel), o incluso hará a un lado otras cuentas pendientes. Explorará todas las opciones posibles y optará por pedir un préstamo a una muy alta tasa de interés (“luego veré cómo lo pago”, pensará). Antes de ir a solicitar ese préstamo, prestará menos atención en el trabajo, o se enojará con mayor facilidad con su familia, pues no deja de pensar en la renta (impuesto cognitivo). La situación posiblemente resulte familiar, todos hemos enfrentado escasez de tiempo o de dinero. La cuestión es que los pobres las enfrentan permanentemente. Vale la pena parafrasear a Mullainathan y Shafir: la investigación reciente sugiere que no es que los pobres sean diferentes a los no pobres, es que la pobreza hace actuar diferente a las personas.

Si la escasez afecta de manera tan acuciada los procesos cognitivos, es necesario considerar otras dimensiones de la pobreza; la temporal, particularmente. La investigación que hay sobre el tema para México apunta a que los hogares que son pobres en términos materiales, también son usualmente pobres de tiempo. Es decir, de las 24 horas del día, la mayor parte de su tiempo se distribuye entre el trabajo no doméstico y el trabajo doméstico, dejando sólo una mínima parte para actividades de descanso o recreativas individuales o con la familia. Esto implicaría que las personas en situación de pobreza no sólo se enfrentan a las restricciones materiales, sino que también sufren de una fuerte escasez temporal, agravando los efectos arriba señalados.

Los sesgos cognitivos que se han identificado como inducidos por la escasez son particularmente graves para los pobres, porque son sesgos que hacen más difícil la superación de la pobreza. La visión de túnel implica que se prefiere aquello que resuelve necesidades urgentes, pero que no necesariamente las resuelve de manera permanente. Esto implica, por ejemplo, que se adquieran préstamos para salir al paso, sin considerar que con cada nuevo préstamo se incrementa la cantidad de deuda total a pagar en el futuro y, por tanto, se incremente la escasez futura de dinero. En lugar de resolver el problema, la escasez hace tomar decisiones que, como mencionan Mullainatan y Shafir, hacen que en un futuro se incremente la escasez. Para las personas en pobreza esto implica que los sesgos cognitivos provocados por la escasez empujan a decisiones que generan mayor pobreza en el futuro.

Y muchas veces las consecuencias no se quedan en una generación. Si la escasez absorbe buena parte de los flujos cognitivos de los padres pobres, éstos tendrán una menor disposición a interactuar con sus hijos, o simplemente no tendrán el tiempo libre para hacerlo. Las investigaciones sobe desarrollo infantil temprano apuntan a que los estímulos tempranos que reciben los niños afectan de forma persistente su desarrollo posterior. Si los padres pobres estimulan menos a sus hijos como consecuencia de su propio agotamiento cognitivo causado por la pobreza, sus hijos a su vez tienen una mayor probabilidad de desarrollar menos sus habilidades cognitivas, lo que al interactuar con la pobreza vuelve más difícil que salgan de ella.

Vale la pena recalcar que las distorsiones cognitivas asociadas a la escasez ocurren lo quiera o no la persona y no tienen que ver con la capacidad cognitiva, afectan cómo se usa dicha capacidad. Son reacciones de la mente humana al contexto en que tiene que decidir. Basta pensar, por ejemplo, en cómo se comporta cuando se tiene una entrega de trabajo urgente ¿No se es acaso más distraído en lo que se hace? ¿No se cometen más errores en cosas no relacionadas a lo urgente? ¿Esos errores y esa distracción son intencionales? Ahora vale imaginar que siempre se está en ese estado, y que todas las decisiones son cruciales. Eso es la pobreza, un contexto de escasez permanente en el cual hay que tomar decisiones vitales. 

Y ese contexto, al empujar a los pobres a ciertas conductas, les estaría haciendo actuar de forma tal que sigan siendo pobres aun en contra de sus deseos. Los pobres no siguen siendo pobres porque quieren, es la pobreza la que no les permite dejar de serlo.

Luis Ángel Monroy-Gómez-Franco es economista por la UNAM y estudia la maestría en Economía de El Colegio de México. Edita la sección de economía de Paradigmas.

Fuente: economía.nexos.com

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