Por Javier Yanes para Ventana al Conocimiento
Según datos de la Unesco, solo el 28% de las personas que se dedican a la investigación científica en todo el mundo son mujeres.
Incluso en un campo profesional como la ciencia, que lleva el progreso
en su propia naturaleza, aún persiste un profundo abismo de género, y ni
siquiera los estados con un mayor desarrollo social se libran de él:
por ejemplo, en Suecia las mujeres son mayoría en las aulas de la
Universidad, con un 61%, pero la proporción decae al 49% en los estudios
de doctorado y al 37% en la investigación. Las regiones de mayor peso
científico, como Norteamérica y Europa Occidental (32% de
investigadoras), no salen mejor paradas que otras emergentes, como
Latinoamérica y Caribe (44%).
Tampoco tiene nada de raro que los
nombres de las científicas sean más desconocidos para el público,
teniendo en cuenta, como dato ilustrativo, que solo 17 mujeres han recibido premios Nobel de ciencia
desde 1901 hasta 2015. Una de ellas está entre las cuatro personas
distinguidas con dos galardones, y es probablemente la científica más
popular, la franco-polaca Marie Curie.
Pero más allá de la célebre descubridora del polonio y el radio, hay
todo un elenco de pioneras de la ciencia que lograron abrir brecha en el
conocimiento y en un mundo dominado por los hombres. En el Día Internacional de la Mujer, recordamos unos brillantes ejemplos.
Merit Ptah (c. 2700 a. C.)
Varias referencias citan a la médica egipcia Merit Ptah como la primera mujer científica
de cuyo nombre existe registro. Habría vivido en torno al año 2.700 a.
C., lo que la situaría en la Dinastía II, en el Período Arcaico del
Antiguo Egipto. Sin embargo, las referencias son confusas: algunas
hablan de una presunta inscripción en una tumba del Valle de los Reyes,
lo cual es un anacronismo, ya que este lugar no comenzó a utilizarse
como necrópolis hasta el siglo XVI a. C., unos 1.200 años después. Es más plausible otra versión
que la sitúa en la necrópolis de Saqqara, cercana a la antigua Menfis y
que sí sirvió como lugar de enterramiento desde la Dinastía I.
Merit Ptah no era una excepción en su época; las mujeres practicaban la medicina en el antiguo Egipto, muchas de ellas en la especialidad de obstetricia.
Tal vez el nombre de Merit Ptah se conservó porque su hijo fue sumo
sacerdote y dejó referencia escrita a ella como “jefa de médicos”. Por
las fechas, Merit Ptah rivaliza en antigüedad con Imhotep, el polímata que diseñó la pirámide escalonada de Saqqara y al que a menudo se considera el primer científico con nombre conocido. Este título símbólico podría reclamarse para Merit Ptah, cuyo nombre hoy designa un cráter de impacto en Venus.
Émilie du Châtelet (1706-1749)
La marquesa de
Châtelet, nacida Gabrielle Émilie Le Tonnelier de Breteuil, estaba
predestinada a una vida cortesana por la posición de su padre, jefe de
protocolo del Rey Sol, Luis XIV de Francia. Dentro de ese destino
entraba el matrimonio de conveniencia con un militar, que le consiguió
el título de marquesa. Pero desde pequeña ya había mostrado sus cartas:
cuentan que a sus tres años un criado le hizo una muñeca vistiendo un gran compás de madera. Émilie aceptó el regalo, pero desnudó el compás y comenzó a trazar círculos con él.
Du Châtelet cumplió con su rol como
esposa dando a luz a tres hijos, pero a partir de entonces se entregó a
la ciencia en cuerpo y alma. En cuerpo, porque en ese empeño tuvo un
peso relevante su relación amorosa con Voltaire, quien
se instaló en su casa con el consentimiento de su marido, que solía
estar siempre en campaña. Los dos amantes cultivaron juntos su pasión
por el conocimiento, e incluso compitieron un premio de la Academia de París con sendos ensayos sobre la naturaleza del fuego. El trabajo de Du Châtelet fue el primero de una mujer publicado por la Academia francesa.
Las contribuciones de Du Châtelet fueron numerosas, pero sobre todo se la recuerda por su traducción al francés de los Principia Mathematica
de Isaac Newton, a los que añadió comentarios como un concepto
innovador de la conservación de la energía. De ella escribió Voltaire
que fue “un gran hombre cuya única culpa fue ser una mujer”. Y por culpa
de esta condición murió, a causa de las complicaciones tras el parto de
su cuarto embarazo.
Caroline Herschel (1750-1848)
El de Herschel es un apellido históricamente ligado a la astronomía. William Herschel es mundialmente conocido como el científico que descubrió el planeta Urano.
Su hijo John continuó su trabajo astronómico y cultivó otras ciencias.
Pero hubo un tercer miembro de la familia, a menudo injustamente
olvidado: Caroline, hermana de William.
Como otras mujeres científicas,
Caroline Herschel tuvo que hacer frente a circunstancias muy adversas y a
un destino ya escrito. En su caso, el de Cenicienta: debido a una
enfermedad que sufrió de niña, su estatura se quedó en un metro treinta.
Asumiendo que nunca se casaría, sus padres la criaron para el servicio
doméstico. Cuando su padre murió, su hermano William, emigrado desde su
Alemania natal a Inglaterra, la invitó a instalarse con él para ocuparse
de su casa. Así lo hizo, y de paso aprendió la profesión de su hermano,
que por entonces no era la astronomía, sino el canto.
William dedicaba su tiempo libre a fabricar telescopios y observar el firmamento, y con el tiempo Caroline se sumó. Fue la primera mujer en recibir una pensión de la Corona británica como científica, la primera en ver su trabajo publicado por la Royal Society y en descubrir un cometa,
además de numerosos grupos de estrellas y nebulosas. Nunca aprendió a
multiplicar: llevaba siempre en el bolsillo una chuleta con las tablas.
Mary Somerville (1780-1872)
La historia de la escocesa Mary
Fairfax comienza como la de tantas otras mujeres de la sociedad
acomodada de su tiempo: bailes y reuniones sociales, un padre que se
oponía a sus estudios y un matrimonio con un primo lejano, Samuel Greig,
que también se oponía a sus estudios. Pero fue clave en su vida que su
marido solo viviera tres años más, lo que le permitió por fin dedicarse a
sus estudios.
Mary Somerville, apellido tomado de su segundo marido, fue polímata: cultivó las matemáticas, la física y la astronomía.
Tradujo al inglés la mecánica celeste de Laplace, quien en una ocasión
le dijo que sólo había tres mujeres que entendieran su trabajo: ella,
Caroline Herschel y una tal señora Greig; el francés ignoraba que la
tercera también era ella. Somerville se relacionó con algunos de los
principales científicos de su tiempo. Influyó en James Clerk Maxwell y sugirió la existencia de Neptuno, que después John Couch Adams demostraría matemáticamente. Fue tutora de Ada Lovelace, la hija de Lord Byron que trabajó con Charles Babbage en sus primeras máquinas de computación.
Somerville fue una de las dos primeras mujeres, junto con Caroline Herschel, en ser admitida en la Royal Astronomical Society.
Hoy se la recuerda como una de las científicas más grandes de la
historia; tal vez la más importante, ya que su trabajo además motivó el
término por el que todos sus colegas han sido conocidos desde entonces:
fue en una revisión de su obra On the Connexion of the Physical Sciences donde en 1834 William Whewell acuñó el término scientist, científico, para referirse a los que hasta entonces eran “hombres de ciencia” o “filósofos naturales”.
Mary Anning (1799-1847)
Al contrario que otros científicos de su época, hombres o mujeres, Mary Anning no tenía la vida resuelta. Para ella el coleccionismo de fósiles
no era un pasatiempo, sino una actividad con la que su padre
complementaba sus exiguos ingresos como carpintero, vendiendo las piezas
halladas a los turistas. Cuando el padre murió, la familia tuvo que
sobrevivir de la caridad. Mary y su hermano Joseph, los únicos
supervivientes de diez hermanos, continuaron arriesgando sus vidas en la
búsqueda de fósiles en los peligrosos acantilados de Dorset. En una
ocasión, Mary estuvo a punto de morir por un deslizamiento de tierra que
se llevó a su perro Tray.
Un día, Mary y Joseph descubrieron un extraño espécimen que parecía el fósil de un cocodrilo. Resultó ser un ictiosaurio, el primero que sería reconocido como tal. Ya en solitario, Mary Anning descubriría los primeros plesiosaurios y el primer pterosaurio fuera de Alemania, entre otros importantes hallazgos que la llevaron a ser definida como “la mayor fosilista que el mundo ha conocido”. Cuando el geólogo Henry De la Beche pintó Duria Antiquior, la primera representación realista de la vida prehistórica, se basó sobre todo en los fósiles descubiertos por Anning.
Mary Anning nunca tuvo acceso a una formación científica.
Solía vender sus piezas a reputados expertos, por lo que ella apenas
recibía crédito por sus hallazgos. Poco importó que los científicos
viajaran desde América para consultarla; nunca fue admitida en la Geological Society of London, y su único trabajo publicado en vida fue una carta al director del Magazine of Natural History.
En su tiempo era difícil para una mujer abrirse camino en el mundo de
la ciencia. Pero ser como Anning, pobre además de mujer, fue una condena
que limitó su reconocimiento general hasta tiempo después de su muerte.
Maria Gaetana Agnesi (1718-1799)
En épocas pasadas, quienes dedicaban su vida a las ciencias solían
partir de un entorno familiar acomodado. Pero a la italiana Maria
Gaetana Agnesi le cayeron todos los regalos de la vida: nació en una
familia acaudalada de Milán, fue muy bella a decir de sus
contemporáneos, y tenía un cerebro sin parangón: a los 11 años hablaba
siete idiomas, y con pocos más discutía enrevesados problemas de
filosofía con los invitados que congregaba su padre, profesor de
matemáticas de la Universidad de Bolonia.
Agnesi cultivó también esta disciplina, al tiempo que educaba a sus
20 hermanos y hermanastros que los tres matrimonios de su padre llegaron
a reunir bajo un mismo techo. Su obra más sobresaliente fue Instituzioni analitiche ad uso della gioventù italiana
(Instituciones analíticas para el uso de la juventud italiana), un
volumen publicado en 1748 en el que trataba el cálculo diferencial e
integral. El libro contiene su contribución más conocida, la curva
llamada Bruja de Agnesi. El nombre es producto de un error de
traducción: el matemático Guido Grandi había llamado a esta curva versoria, nombre en latín de la escota, un cabo empleado en las embarcaciones. Su versión en italiano era versiera, palabra que se empleaba también como apócope de avversiera, diablesa o bruja. En la edición inglesa del libro se tradujo como witch, bruja, y así ha perdurado.
Pero a pesar de sus muchos dones, triunfos y títulos, incluido el de
primera mujer catedrática de matemáticas de la historia, Agnesi no se
conformó con una vida regalada. Profundamente católica, trocó su éxito
por una pobreza voluntaria y una vida entregada al servicio de los
pobres y los enfermos, al tiempo que estudiaba teología. Sus últimos
años los pasó enclaustrada y sirviendo a los ancianos en un hospicio
milanés, donde murió como una monja más, o una indigente más.
Nettie Stevens (1861-1912)
Para definir lo esencial de la bióloga Nettie Maria Stevens (7 de julio de 1861 – 4 de mayo de 1912)
bastan dos ideas: descubrió que el sexo viene determinado por los
cromosomas; y a pesar de la inmensa relevancia de su hallazgo, hoy
apenas se la recuerda. El caso de Stevens es el de una carrera
fulgurante e intensa, pero efímera. Nacida en Vermont (EEUU), en su
biografía solo destaca su empeño de dedicarse a la investigación citogenética,
para lo que tuvo que abrirse en un mundo dominado por científicos
varones. Esto retrasó su ingreso en la Universidad de Stanford
(California) hasta los 35 años y su doctorado hasta los 42. Por
desgracia, la vida no le concedió mucho más tiempo: a los 50 años su
carrera quedó truncada por un cáncer de mama.
Su inteligencia sobresaliente fue reconocida, pero no tanto sus
logros. Buscando la clave de la determinación del sexo, que el
pensamiento de entonces atribuía a factores ambientales, Stevens
descubrió que los machos del escarabajo de la harina llevaban un
cromosoma “accesorio” más corto; hoy lo conocemos como Y. En 1905
Stevens escribía que esta diferencia era la responsable de la determinación del sexo. El mismo año, Edmund Beecher Wilson publicaba una idea similar, aunque sus insectos carecían de cromosoma Y.
Sin embargo, tanto Wilson como Thomas Hunt Morgan, supervisor de
Stevens, no estaban convencidos de que los factores ambientales no
tuvieran cierta influencia. Para demostrar que el sexo dependía sólo de
los cromosomas, Stevens estudió las células de 50 especies de
escarabajos y nueve de moscas. Pero cuando el cáncer se la llevó, aún no
había conseguido que su visión se impusiera, y la mayor parte del
reconocimiento fue para Wilson. Hoy se reivindica el trabajo de Stevens,
al cual hay que añadir una curiosidad: a Morgan, premio Nobel en 1933, se le considera el fundador de los estudios genéticos con la mosca de la fruta Drosophila melanogaster, utilizada hoy por miles de investigadores. Pero quien llevó por primera vez esta especie al laboratorio de Morgan fue una estudiante suya llamada Nettie Stevens.
Maria Mitchell (1818-1889)
El caso de Maria Mitchell (1 de agosto de 1818 – 28 de junio de 1889)
es uno de esos que nos recuerdan las muchas mentes brillantes que la
ciencia habrá perdido, por el solo hecho de haber pertenecido a mujeres
que carecieron de oportunidades. Mitchell es el contraejemplo: ella sí
tuvo la oportunidad y la aprovechó sobradamente. Aunque fue criada en la
tradicionalista Nueva Inglaterra, la igualdad entre sexos defendida por su familia le abrió la puerta a los estudios que le depararían una fulgurante carrera en astronomía.
Ya de niña, Mitchell colaboraba con su padre, profesor y aficionado a
la observación del cielo. A los 14 años, la precoz científica ayudaba con sus cálculos a la navegación de los balleneros de su isla natal de Nantucket (Massachusetts). El 1 de octubre de 1847, aun como astrónoma amateur,
se convirtió en la tercera mujer en descubrir un cometa. Su hallazgo,
hoy llamado C/1847 T1, le valió una medalla de oro del rey de Dinamarca,
le brindó una fama insospechada y la convirtió en la primera mujer astrónoma profesional de EEUU, al frente del Observatorio del Vassar College de Nueva York.
Mitchell fue una mujer de ideas adelantadas a su tiempo. Un ejemplo curioso: renunció a vestir prendas de algodón como protesta contra la esclavitud.
Pero sobre todo, fue una activa defensora de los derechos de las
mujeres, impulsando el movimiento sufragista y la participación de las
mujeres en la ciencia. Con ocasión de un viaje a Europa, dejó escrita su admiración por la matemática y astrónoma escocesa Mary Somerville,
para quien “las horas de devoción al estudio intenso no han sido
incompatibles con los deberes de esposa y madre”. Quizás esa fue la
espina que se le quedó clavada, ya que Mitchell nunca se casó ni tuvo
pareja, un precio que muchas mujeres científicas han debido pagar a
cambio de carrera y prestigio.
Fuente
bbvaopenmind.com
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