Por Agustin Scarpelli
Aunque su último libro, Sobre los modos de existencia (Paidós 2013),
lleve por subtítulo Una antropología de los modernos , para el filósofo y
antropólogo francés Bruno Latour, que se ha ocupado durante años de
etnografiar la labor de los propios científicos, el término “modernidad”
no posee valor descriptivo alguno. No dice nada porque, arguye: “la
modernidad nunca existió”. Pero no sólo esa denominación debe ser puesta
en cuestión: para el huidizo filósofo, también la sociología y sus
métodos de investigación, así como su objeto –“lo social”–, ya no
designan nada, tal como argumentó en Reensamblando lo social (Manantial,
2005).
En este trabajo, muy difundido en los ámbitos académicos argentinos,
Latour desarrollaba una teoría sobre la manera en que se establecen las
asociaciones en la sociedad. Allí decía: “Nacida en un momento poco
auspicioso, la sociología trató de imitar las ciencias naturales en el
momento más álgido del cientificismo, y encontrar un atajo al debido
proceso político para responder los reclamos urgentes de una solución
para la cuestión social. Pero al fusionar la ciencia y la política
demasiado fácilmente, nunca llegó a explicar de qué tipo de materia no
social estaba hecho lo social ni tuvo libertad para elaborar su propia
concepción de la ciencia”.
Entre sus propuestas, Latour sugería otorgar otro estatuto a los
actores: no alcanza con limitarlos al rol de informantes o “tipos
sociológicos”: “hay que restituirles la capacidad de crear sus propias
teorías de lo que compone lo social”.
Vale decir que, lo que hay que describir –y no dar por descontado–
cuando se habla de la dimensión social, son las asociaciones que se
producen ante cada situación de interacción. Asociaciones en las que
también entran a jugar un rol como actores los elementos no humanos
–desde microorganismos hasta instituciones y objetos tecnológicos–, que
también tienen, para Latour, capacidad de agencia.
Esta última idea se desprende de su conocida Teoría del Actor-Red,
aquella que le dio notoriedad mundial por plantear, con 30 años de
antelación, algo que pasaría a ser parte del sentido común con Internet y
las redes sociales: que los humanos actúan en redes de relación con
otros humanos e incluso con objetos no humanos, en especial, los
artefactos técnicos.
Quien esté familiarizado con la historia de la filosofía de la técnica,
sospechará –con razón– detrás de estos postulados la presencia del
pensador francés Gilbert Simondon, el autor que ha iluminado con su
teoría de la individuación (donde las relaciones mismas poseen valor de
ser) tanto a filósofos como Gilles Deleuze y Bernard Stiegler como al
propio Latour.
Por su parte, Latour también se ha inscripto en la tradición crítica de
la modernidad: hace tres décadas, en Nunca fuimos modernos (Siglo XXI,
2007), traducido a 30 idiomas, apuntó a refutar la idea de que la
modernidad sea un parámetro para explicar el desarrollo. Operación que
de alguna manera lo acerca a la teoría poscolonial. De hecho, dejar de
ser eurocéntricos está también entre las declaraciones de principios del
propio Latour.
Su proyecto actual, Investigación sobre los modos de existencia , se
propone realizar una antropología de los modernos e incluye un libro
homónimo a modo de guía (Paidós, 2013) y un sitio web interactivo
–www.modesofexistence.com– que actúa como interfas-e para realizar una
especie de investigación colaborativa donde los lectores/investigadores
pueden hacer sus aportes.
El objetivo es describir un “frente de modernización irreversible”,
bosquejar cuáles serían los nuevos modos de existencia, para desentrañar
de qué son herederos los autodenominados “modernos”, qué les es propio
después de atravesar esa fallida experiencia de la “modernidad”.
En esta entrevista habló del problema de la objetividad científica, la
posibilidad de un mundo común y la incompatibilidad entre economía y
ecología. Advierte que existe una guerra velada en la que lo que se
juega es el futuro de la tierra.
–Su libro sobre la investigación de los modos de existencia se
presenta como una guía para avanzar en un proyecto de investigación
colaborativo sobre las experiencias múltiples en las que se ve inmerso
el hombre moderno. ¿Cómo podría resumirnos este proyecto?
–Es una encuesta que empezó hace 25 años, mucho antes que el libro. Y
el sitio digital tiene tres años. En este proyecto participan personas
de ámbitos muy distintos, como puede ser la economía, la teología, el
derecho, etc. Hoy se trata de un proyecto en curso al mismo tiempo
experimental, experiencial y vivencial en el sentido de que es muy
complicado compartir un pluralismo ontológico que está en el meollo
mismo del proyecto. Porque esto va en contra del sentido que le dieran
los modernos a su propio accionar. Esta puesta en común de la
experiencia es lo que llamo filosofía empírica.
– En los últimos años hemos trabajado con la noción de
dispositivo como conjunto de discursos, prácticas y conductas que guían
una acción. Su teoría del Actor-Red ha sido leída en diálogo con esa
noción, en el sentido de que otorga importancia no sólo al sujeto sino
también a la red de objetos de la que forma parte. ¿Cuáles son los
puntos de contacto de estas teorías?
–Creo que son lo mismo. “Dispositivo” fue la noción que utilizó
Foucault como término técnico para ingresar en la cuestión médica, los
hospitales, las cárceles, los psiquiátricos, la sexualidad, etc. El
actor-red tiene la misma tradición de indagación, es decir, permite
encontrar un dispositivo empírico que posibilita hacer un seguimiento de
las asociaciones, que suelen ser muy heterogéneas, en ámbitos que
Foucault ni siquiera había estudiado, aunque se inscribe en continuidad
con el trabajo que él inició. Pero hay una diferencia que consiste más
bien en la forma en que Foucault utilizó el resultado de sus estudios
dentro de una perspectiva crítica, que es una perspectiva modernizadora.
Es decir, trata de contrarrestar el poder en las cárceles de lo que él
denominaba el peligro del poder totalitario. Lo cual no es nuestro
objetivo.
–Usted plantea que la consideración social de la ciencia ha
cambiado notablemente en los últimos años. ¿En qué sentido, y cuáles
fueron las razones?
–La historia de la objetividad científica es algo que se hizo muy
lentamente entre los historiadores. Hay una historia del siglo XVI, otra
del XVII, y así hasta el siglo XX. Es decir, la historia de la
objetividad cambió mucho. El libro Objectivity de Lorraine Daston y
Peter Galison, describe ese proceso. Esa es una pregunta que más bien
rige para los historiadores. Desde hace varios siglos se sumó a esta
polémica la idea militante de la objetividad, que es un poco parasitaria
con respecto a la investigación, porque se encargó a la actividad
científica una serie de roles y funciones un tanto excesivas: mantener
el estado de la ciencia, asegurar su futuro y tener una relación muy
estrecha con respecto a las leyes de la naturaleza, entre otras
demandas. Se llegó a una situación en la que hemos recargado tanto las
tintas sobre la actividad científica con valores, que finalmente
llegamos a esta crisis ecológica, y la confianza en la actividad
científica reventó. Es paradójico porque es justamente el momento en que
más se necesita la ciencia. Allí donde los resultados son más exactos
–las ciencias del clima– es donde la versión militante de la
epistemología se desmoronó.
–¿Por qué hace foco en la crisis ecológica para cuestionar las
instituciones científicas y otras instituciones de la modernidad, y no
en otros fenómenos que ya han entrado en crisis, como pueden haber sido
en su momento el sida, el hambre o cualquier otro fenómeno que le
plantea a la ciencia problemas que no puede resolver?
–Porque creo que muy recientemente, y sólo con la disputa por el tema
del clima, se atacó el corazón de la actividad científica por parte de
otros científicos e industriales. Me refiero a lo que en 2009 se
denominó “ climagate ”, aquel escandaloso hackeo de documentos que
reveló que había existido una manipulación de datos por parte de un
grupo de científicos para apoyar la teoría del cambio climático
antropocéntrico. Esto marcó una ruptura en la legitimidad de la ciencia
porque son justamente los casos mejor presentados los que terminaron
siendo más cuestionados. Y no por los científicos, sino por lo que llamo
la epistemología militante, como el Wall Street Journal, o los que
niegan la existencia del problema del clima de una manera que no valía
para los demás temas. En el caso del sida nadie cuestionó la autoridad
científica. Las controversias fueron mínimas en ese caso y no implicaron
un ataque a la ciencia en su propio territorio. Hay algo en las
ciencias de la climatología que hace muy difícil la distinción clásica
entre el análisis de los hechos y el análisis de los valores.
–Desde una perspectiva latinoamericana, vemos también otros
problemas respecto de la legitimación de la actividad científica que no
tienen que ver sólo con las ciencias del clima. Este libro parece estar
recorrido por una preocupación más bien europea respecto de un peligro
que habría que repeler...
–No es así. Sucede que hay algo muy específico en las ciencias de la
climatología por cuanto se hace más difícil la distinción clásica entre
el análisis de los hechos y el análisis de los valores. Cuando hoy te
dicen que hay más de 440 ppm de dióxido de carbono (co2) en la
atmósfera, no se lo puede enunciar objetivamente como solía hacerse
antes. Si sos climatólogo o bioquímico, la producción misma de los datos
acarrea una suerte de híbrido entre posturas que solían ser
tradicionalmente fácticas y posturas que son de alerta. Es como si
alguien ahora se pusiera a gritar incendio: sería un enunciado que
acarrearía inmediatamente una acción. Esto siempre fue así, pero la
epistemología oficial quería separar entre hechos y valores. Esto
terminó con la disputa ecológica y no tiene que ver sólo con Europa.
–Pareciera, sin embargo, que lo que usted llama disputa
ecológica es sobre todo para los modernos (es decir, para Europa y los
occidentales) un problema de escasez de tierras.
–La pregunta rige tanto para los argentinos que ocupan las tierras
usurpadas a los indios como para los ingleses que desarrollaron su
industria gracias a la colonización o los franceses que usurparon
tierras en Africa. Eso es lo que define a los modernos, el hecho de que
se desarrollaron gracias a haber usurpado tierras. Modernos son los que
descubrieron una tierra, eliminaron a sus habitantes y construyeron su
prosperidad a partir de esa usurpación. Eso rige tanto para los europeos
como para los Estados Unidos y América Latina. Y eso también es
interesante para aquellos cuyas tierras fueron usurpadas.
–Sí, claro, tanto el colonizador como el colonizado forman
parte de la modernidad, pero cómo se experimenta esa modernidad es
distinto. Los europeos llegan a un consenso sobre cuestiones como la
ecología. Pero son consensos internos, no son valores universalizables.
Por dar un ejemplo de lo que dice en su libro: La ley europea exige que
el combustible contenga para 2020 un 20% de biocombustible, pero nunca
se ocupó de establecer de qué plantaciones lo iba a obtener. ¿Quién
debería pagar el costo ecológico de la conciencia ecológica europea?
–Lo que sucede es que cuando hablo de modernidad, no estoy hablando de
algo que tenga valor descriptivo. La modernidad nunca existió. Es un
término de guerra, bélico. Es una orden. El problema no es un consenso
de valores. Los valores son el resultado de una encuesta antropológica
sobre la cual, los que se consideran modernos, manifiestan cuáles son
los valores que conservan. No se trata de juntarse alrededor de la mesa
para decidir cuáles son los valores modernos.
–Eso quiere decir que no hay un mundo común.
–No hay un “mundo común”. La cuestión de los combustibles provenientes
de fuentes vegetales es una guerra. Nadie está de acuerdo. Ni los
agricultores, ni los gusanos, ni los brasileños están de acuerdo entre
ellos. La idea modernista decía que bastaba con universalizar los
valores, luego lo llamaron modernización y ahora neoliberalismo. Pero es
el mismo fracaso. No hay algo que se considere “mundo común”. Alrededor
de este tema se podría organizar un lenguaje.
–¿Vamos por tanto a una guerra?
–Ya empezó: ¿El juez Thomas Griesa no está en guerra con la Argentina?
–Le escuché decir que debíamos aprovechar esta época de paz
para decidir qué es lo que queremos postular en la mesa de
negociaciones...
–Bueno, lo que tal vez dije es que la guerra debe ser explícita, y no velada.
–¿En qué otros campos se daría esa guerra? Usted dice que se ha
pasado de “economizar” a “ecologizar”, ¿la economía y la ecología son
incompatibles, a pesar de términos como “desarrollo sustentable” y sus
parientes?
–Tiene razón, la noción de desarrollo sustentable trata de “economizar
la ecología”. Pero en este libro, que es filosófico, entendemos que lo
que se llama economía está construido sobre la base de un dispositivo de
cálculo donde economizar consiste en una forma de no poder resolver el
problema ecológico. Y en esto hay que ser radicales: todo lo que es
importante para la ecología, la economía lo toma como algo externo:
daños colaterales.
Fuente
revistaenie.clarin.com