sábado, 16 de febrero de 2013

El científico maldito.

Por Aaron James
Traducción por Claudio Pairoba

Medgley ideólogo del plomo en combustibles, Teller quien respaldó el desarrollo de la bomba atómica y Edison, protagonista junto con Tesla de la guerra de las corrientes.


El ingeniero mecánico Thomas Midgley (1889-1944) hizo algunas cosas bastante despreciables con la ayuda de su reputación científica. Si su campaña acerca del efecto sobre el cambio climático de los clorofuocarbonados fue un error involuntario, no se puede decir lo mismo de su desvergonzado fomento de los aditivos de plomo anti explosión. Se podría decir que Midgley sabía que existía evidencia concluyente de que los obreros de la industria automotriz estaban sufriendo muchísimo de su exposición a las neurotoxinas. A pesar de esto, ofreció engañosas demostraciones públicas de su supuesta inocuidad, explotando a sabiendas la confianza pública en la ciencia para ganancia personal. En mi último libro “Malditos. Una teoría”, desarrollo esta definición junto con los pros y contras de este vicio distintivo.

Midgley puede entrar a la categoría de “maldito” de acuerdo a una definición del término. Un maldito es un tipo (o chica) que se atribuye ventajas especiales en relaciones sociales a partir de un arraigado (y equivocado) sentido de derecho que lo inmuniza de las quejas de otras personas
Mientras que Midgley falló en sus obligaciones como científico ante gran parte de la sociedad, los científicos a menudo se comportan como malditos entre ellos. Entre los ejemplos más conocidos tenemos las famosas maquinaciones de Edward Teller en contra de J. Robert Oppenheimer o las manipulaciones propietarias de

Thomas Edison en contra de Nikola Tesla. Hay también una amplia gama de movimientos malditos cotidianos tales como negarle fondos a un competidor, menospreciarlos a él o a sus resultados, hacerlos despedir, demorar la publicación de sus trabajos – todo simplemente por vanidad, supuesta superioridad o envidia disfrazada de corrección.

Si bien Midgley, Teller y Edison fueron malditos, no fueron necesariamente malos científicos. Cuando los científicos famosos parlotean en público como filósofos amateurs, no son necesariamente peores biólogos o físicos. Y cuando el Panel Internacional sobre Cambio Climático suprimió evidencia y festejó la muerte de sus críticos, obstaculizando su propia causa loable, sus errores fueron más que nada políticos antes que científicos en naturaleza.

Todo esto lleva a una pregunta más difícil: ¿puede uno ser un maldito en la propia práctica científica, incluso en sus búsquedas más privadas, tales como llevar a cabo un experimento o analizar los datos?
Podría parecer que no. El método científico tiene estándares estrictos para evaluar una hipótesis, pero los estándares no son solo obligaciones morales o interpersonales. Y además, actuar como un maldito puede ser una bendición para la ciencia. Cuando Robert Millikan determinó la carga del electrón a principios del siglo XX, negó datos indebidamente (en un error que llevó 30 años corregir) o confió apropiadamente en sus instintos, incluso a partir de un puro exceso de confianza? Un científico empujado por el ego y un sentido de derecho podría trabajar más horas, analizar datos de manera más rigurosa y buscar explicaciones más grandiosas y complicadas – todo con la firme convicción de que él es el Isaac Newton del tiempo presente.

Y si consigue grandes resultados que funcionan, ¿a quién le importa? Le estaremos en deuda de todas formas.

Aún así, propongo que hay una línea delgada entre coraje científico útil y terreno maldito. Supongamos que alguien descarta la teoría de su rival fundamentalmente debido a que es la teoría de su rival, o ignora datos que apuntan a socavar su hipótesis favorita, porque él se considera un “revolucionario”. Eso iría mucho más allá de lo que uno está autorizado a pensar o hacer dentro de las buenas prácticas científicas, y por razones malditas.

Y, sí, tales movimientos malditos todavía pueden ser una fuerza para el bien, al conducir a grandes descubrimientos. Pero esto será así solo en los márgenes de la práctica científica.


Esto es así porque hay poco tiempo durante el día para tratar de entender lo que pasa, mucho menos para trabajar en la búsqueda de nuevos resultados. De esta manera, los científicos tienen que verse a sí mismos como parte de una tarea común y apoyarse en el juicio mutuo. En ese caso, importa sobremanera si son confiables y cuan fielmente se someten a la autoridad de los mejores métodos de la ciencia, incluso en sus investigaciones “privadas”. Puede haber unos pocos malditos con suerte. Pero la ciencia no será la increíble fuerza para el bien que es a menos que los miles de científicos trabajen mancomunadamente en humildad ante las demandas de la razón.

Aaron James es Profesor Asociado de Filosofía de la Universidad de California, Irvine. Ganó la Beca del Consejo Norteamericano de Sociedades Ilustradas. Pasó el año académico 2009-2010 en el Centro para Estudios Avanzados en Ciencias del Comportamiento, Universidad de Stanford. Es un ávido surfista (experiencia que inspiró directamente su libro). Lea un extracto de su libro.




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