Por Carmelo Polino
Nunca como ahora hubo tanta ciencia y tanta tecnología en tantos lados. La expansión de la información científica en la esfera social es francamente impresionante. En el diario, la televisión, el cine y la radio,las ideas científicas circulan libremente de lunes a lunes. La ciencia está metida en los teléfonos celulares, el champú, los discos compactos, la ropa de los atletas olímpicos, la comida, los perfumes y,
así, en tantos sitios que intentar enumerarlos sería insensato. Después de todo, ¿por qué tendría que resultarnos particularmente extraño hablar de ciencia y tecnología si finalmente el pensamiento científico moldea nuestras fibras más profundas? La sociedad actual, desarrollada o no, vive inmersa en una
cultura científica y tecnológica que guía el curso de los acontecimientos más fundamentales.
Aunque por supuesto el sentido común obliga a admitir que la mayoría no somos plenamente consciente de sus alcances y consecuencias. Tal vez esto ayude a comprender por qué todavía sentimos algo de pudor cuando en una reunión social comentamos que nuestra actividad consiste en difundir la ciencia o analizar
de qué forma circula y repercute en la opinión pública; puede que vivamos con el temor de que alguien nos mire con extrañeza e incredulidad y nos pida que le expliquemos en qué consiste eso de la comunicación científica, o los estudios sociales de la ciencia; o, mucho peor aún, que nos veamos ante la embarazosa situación de ensayar una respuesta para justificar la importancia de pensar la ciencia en la vida cotidiana.
Sospecho que este temor, por cierto en absoluto infundado, se conecta con
frustraciones que tienen su origen en la utopía irrealizada de la cultura moderna. Ésta vaticinaba el progreso social a consecuencia de revoluciones científicas y tecnológicas superadoras de los defectos de la condición humana. Mi conjetura es que el fracaso de los ideales de la modernidad también fue la derrota de la ciencia en su
carácter de actividad social comunicándose con amplias audiencias alejadas de la práctica científica como una vivencia en primera persona. Cuando la modernidad fracasó, entre la ciencia y la sociedad terminaron de levantarse los muros que actualmente toda la comunicación científica intenta derribar.
El problema es que la modernidad, paradójicamente, tenía en su seno el germen de la incomunicación. Incluso los hombres más lúcidos de los siglos XVII y XVIII que habían ayudado a que la ciencia llegara a los salones, a las calles y a las plazas, sin ser conscientes ponían un límite, una distinción fundamental, constitutiva, entre los científicos y los no científicos. Ofrezco un ejemplo ilustrativo, pues a veces la interpretación de los grandes problemas se esconde en los pequeños detalles que pasan desapercibidos: Francesco Algarotti publicó en 1737 El newtonianismo para las damas, un ensayo que hoy consideramos clásico de la popularización de la ciencia -entendida según los cánones modernos- no sólo por la intención que el título mismo denota, sino porque además fue escrito en formato de diálogo y en lengua vernácula, siguiendo la tradición que acaso comenzara Galileo Galilei.
Pero si bien había una intención explícita de repartir conocimientos e incluir al público en el ámbito científico, la audiencia era, inevitablemente, un ciudadano de segunda en el país de la ciencia: “el Santuario del Templo, escribe Algarotti, estará siempre reservado a los Sacerdotes y favoritos de la Deidad; pero la Entrada y sus otras Partes estarán siempre abiertas al Profano”. La actividad científica consistía en una experiencia sacra de espíritus elevados. Los hombres de la Ilustración se encargaron de marcar y propagar esta distinción frente al resto de la sociedad.
Mi hipótesis, nuevamente, es que siendo la divulgación científica una creación de la modernidad acarrea sus triunfos y contradicciones. En otros términos, que en el ímpetu por liberar el espíritu y emancipar la razón también se desarrolló un sistema de comunicación con un doble efecto: por un lado,acercando al público al ámbito de la ciencia, pero, por otro lado, rechazándolo. Como resultado, se fue construyendo un modelo jerárquico y unidireccional de comunicación social de la ciencia que tiene una vigencia abrumadora. La distancia entre los científicos y el resto de la sociedad se define como un problema de educación, de conocimiento, de déficit.
Lógicamente, no existe ciencia por un lado y cultura por otro, hay ciencia en la cultura. Pero el problema central está en nuestra herencia cultural misma, la
cual nos obliga a elegir constantemente una pésima estrategia de comunicación. Los resultados han sido deplorables. Hemos reforzado en el público la idea de que la ciencia es un santuario al que sólo acceden los elegidos, a la que se debe respeto reverencial, y sobre la cual sólo podemos hablar de la forma más solemne posible.
Todo aquél que se desvíe de la norma se arriesga a ser calificado de anti científico o irracionalista. Allí, en esas imágenes profundas, encuentro la explicación a nuestra incomodidad y al temor que nos provocan las hipotéticas preguntas molestas que acechan en las reuniones sociales.
Continuará
Fuente:
http://jcom.sissa.it/archive/03/03/F030303/?searchterm=polino
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