Por Carmelo Polino
Las consecuencias de manejarse en términos de “sabios” e “ignorantes”, sin embargo, están a la vista. Hemos transformado la comunicación de la ciencia en un acto pedagógico dentro de un contexto de enseñanza-aprendizaje y, por ello, siempre en el público existirá una laguna de conocimientos a ser llenada. La percepción de riesgos se reduce entonces a un problema de alfabetización. Si las personas supieran más, habría entonces menos resistencia a ciertas aplicaciones tecnológicas.
La aparición pública de la biología molecular ofrece incontables ejemplos donde este argumento es el que prevalece. El lugar común de las encuestas de percepción pública ha consistido en enfatizar la ignorancia científica y cierta insensatez en algunas actitudes precavidas de grupos sociales frente a campos de desarrollo científico que pueden considerarse promisorios. Nos quejamos entonces de que el público percibe mal la ciencia.
Pero el problema puede ser que estemos percibiendo mal al público. No se puede calificar tan livianamente de ignorante a una persona que manifiesta su desconfianza o incertidumbre ante los avances de la clonación, incluso cuando le falte conocimiento para distinguir las diferencias entre la clonación terapéutica y la reproductiva; pues lo que está en juego en su representación del tema, lo que le puede ocasionar vértigo, excede la comprensión de un concepto o una técnica. Se articula, más bien, con otros elementos de su cultura y representaciones del mundo.
La ciencia ha estado avanzando sobre terrenos que obligan interpelan la naturaleza de nuestra existencia misma y que, por eso, las respuestas exceden a la ciencia y a sus practicantes. Las respuestas son de la cultura de la sociedad ¿Por qué podríamos estar tan seguros entonces de que un mayor conocimiento científico conduce inexorablemente a un mayor apoyo y de allí a una mayor aceptación social de la ciencia?
Otro tanto podría decirse de aquél que mira con recelo las posibilidades que la teletransportación de átomos abre al universo de la física cuántica, preguntándose si algún día será posible que alguien desintegre a una persona en una punta de la ciudad para volver a integrarla en la otra. Si bien las intenciones de la amplia mayoría de los científicos y tecnólogos son indudablemente buenas, y los efectos de la ciencia y la tecnología en la sociedad han sido, ¿quién en su sano juicio podría negarlo?, en esencia abrumadoramente más benéficos que otra cosa, después de todo sí hubo sueños de la razón que engendraron monstruos. ¿Qué pretendemos que piense la sociedad de los científicos e ingenieros al servicio del estado que en este momento ponen a punto la parafernalia tecnológica de bombas inteligentes que explotan a diario en el suelo de Irak?
Desde ya que hay que combatir la falta de información, pero debemos reconocer que ello es un deber cívico que excede la información científica. ¿O acaso pensamos que una encuesta de comprensión de la pintura contemporánea o las leyes laborales arrojaría mejores resultados? La sociedad moderna – abandonados los ideales del uomo universale que lo comprendía todo- basa su estructura organizativa en la delegación del saber, el reverso de la moneda de la delegación del poder.
Se ha depositado así en los científicos e ingenieros -en los expertos en general- la confianza para resolver problemas de salud, higiene, seguridad, infraestructura, educación, urbanización, medio ambiente, etc. Corresponde a los expertos brindar información confiable y proponer alternativas tecnológicas acordes a garantizar el desarrollo social y el medio ambiente. En este sentido, no va a ser la industria privada quien asuma como propia esta aventura. El estado sigue siendo la garantía de que no se pierdan los objetivos fundamentales de fondo: una mejor ciudadanía, para una sociedad más justa.
Esta perspectiva hace palidecer un tratamiento de la cultura científica en términos del “modelo de déficit”. Parece evidente que ninguno de nosotros interactúa con la ciencia sólo cognitivamente; lo hacemos en “contexto de sentidos” y por eso cobra relevancia hablar de representaciones sociales. Considero que se trata de una miopía interpretativa reducir la noción de cultura científica a las cualidades de la alfabetización.
La defensa de un modelo deficitario de este tipo tiene consecuencias directas para la práctica de la comunicación, pues convalida una supuesta “inferioridad cognitiva” por parte del público, refuerza los prejuicios respecto a la capacidad de éste para acceder a la ciencia, y protege la legitimidad de la ciencia como saber superior. En el medio, perdimos la oportunidad de analizar la ciencia en una dinámica social y cultural más amplia y, por ende, más rica. Pero, fundamentalmente, margina la dimensión más relevante de todas: la democratización del conocimiento.
Continuará
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