miércoles, 10 de marzo de 2010

En la capital de Chile, el daño está adentro y es invisible

Por Ginger Thompson
Traducción de Claudio Pairoba



SANTIAGO, Chile--- Desde afuera, no hay señales de que el edificio centenario donde Cecilia Painaqueo vivió con sus cuatro hijos haya sido dañado por uno de los terremotos más fuertes que haya sido registrado. Pero adentro de su departamento del segundo piso, las paredes del cuarto se cayeron y el techo de madero se curvó.
Painaqueo, embarazada de ocho meses y medio, dice que hay muchas de estas llamadas “casas de mentira” (en el original), en su barrio del centro de la ciudad.
“Uno no ve el daño desde la calle”, dice. “Hay que entrar”.

De muchas maneras, sus palabras resumen el estado de la elegante y ordenada capital chilena 10 días después de que fuera sacudida por un terremoto de magnitud 8.8. Mientras que la mayor parte del sur de su país yace en ruinas, esta ciudad de altos edificios y boulevares arbolados aparece entera, un tributo, muchos dicen, a sus estrictos códigos de construcción.

Pero mucha gente en esta ciudad de 6,8 millones de habitantes todavía no sabe si sus vidas volverán a ser las mismas. Los que están peor tienden a ser aquellos que quedan afuera del crecimiento económico de este país. Ellos también han sido, hasta ahora, dejados afuera de los esfuerzos de ayuda por parte del gobierno, el cual se enfoca principalmente en el sur.

Asentamientos pobres e inseguros, ocupados principalmente por inmigrantes peruanos, se han diseminado a lo largo del centro histórico de la ciudad. En los barrios pobres del norte de la capital, miles de personas todavía están esperando que las escuelas reabran y que los servicios básicos sean reestablecidos.

Los pobres no son los únicos viviendo en el limbo. Miles de familias de clase media, sin seguro ni ahorros, han sido forzados a mudarse con amigos y parientes después de que el temblor dejó inhabitables sus viviendas de mala calidad de construcción.

La Sra. Painaqueo, una lavaplatos de 36 años, tuvo que mudar a sus hijos de 17, 8, 7 y 15 meses, así como todo lo que pudo salvar de su departamento, a la vereda frente a su precario edificio, todavía de pie pero inestable.

Sus vecinos le prestaron un paraguas para que se proteja del sol calcinante de la tarde y una carpa para que no pase frío cuando la temperatura cae por la noche.
Estudiantes de secundaria le traen comida caliente. Y los vendedores de locales cercanos le dejan usar el teléfono y el baño.

Painaqueo dice que las autoridades ofrecieron darle suficiente dinero como para pagar un mes de alquiler en un departamento nuevo. Pero ella tendría que juntar el dinero para el depósito de seguridad, el cual llega a ser un tercio de su sueldo mensual de U$S 300. Eso se sintió como una cachetada, agregó.

“Están juntando todo este dinero para ayudar a la gente en el sur,” Painaqueo dice respecto del gobierno, refiriéndose al teletón de la semana pasada que juntó alrededor de U$S 59 millones para las víctimas del terremoto. “Pero se han olvidado de que en Santiago también hay víctimas.”

Por décadas la economía de Chile ha sido marcada por dos cosas: un crecimiento dinámico y una creciente disparidad entre ricos y pobres. El primer atributo es responsable en gran parte de que Santiago soportara un temblor que fue cientos de veces más fuerte que el que destruyó la capital de Haiti en Enero.
El segundo atributo explica porque el terremoto golpeó a algunas familias mucho más que a otras.

A menos de 7 kilómetros del viejo barrio de adobe donde Painaqueo pasó su tarde de Domingo, los edificios en una sección de la ciudad conocida como “Sanhattan” están hechos de concreto reforzado y acero.

En una sola manzana hay un W Hotel, un Brooks Brothers, un negocio especializado en zapatos europeos y un negocio de World of Wine.

El Domingo, un parque en el centro de este área estaba atestado con padres e hijos mirando un espectáculos de títeres y jugando al fútbol.

Fue difícil encontrar a alguien en este barrio que hubiera sido muy afectado por el terremoto. Pero algunas personas parecían shockeadas por lo que describieron como el “segundo temblor”, cuando hordas de saqueadores vandalizaron negocios y depósitos en las áreas más afectadas de la zona de desastre.

Los saqueos llegaron a tal punto que el gobierno desplegó tropas para retomar el control de las calles, la primera vez que los soldados han sido usados con este objetivo desde que el gobierno militar entregara el poder a un gobierno civil en 1990.

“Lo que nos pasó es similar a lo que los EE.UU. experimentó después del huracán Katrina”, dice Elizabeth Perasio, una enfermera de 30 años y madre de dos chicos. “Nos gusta pensar que somos una sociedad avanzada y estable donde la gente trabaja junta y se ayudan mutuamente, no un país atrasado del tercer mundo. Ahora nos estamos preguntando qué clase de país somos realmente”.

Esa pregunta flotaba pesadamente en la mente de la gente de un edificio de departamentos en el parque central, del otro lado de la ciudad. El edificio de 19 pisos tiene vistas impactantes del río Mapocho y los Andes. Una señal que cuelga en la entrada dice “Zona de desastre”. Y acampando en los sofas del hall de entrada estaban Jorge Ibarra y su esposa, Elena Celis, quienes han pasado allí cada noche desde el temblor que causo que el edificio se inclinara.

Ibarra, un periodista deportivo para un sitio local de noticias de Internet, dice que no se puede mudar con parientes porque compró un montón de muebles nuevos para su departamento y que tiene miedo de que se los roben si los dejan sin cuidar. Y no puede afrontar los gastos de un nuevo departamento porque había gastado todos sus ahorros en su departamento ahora dañado.

“Cuando llegamos a ser clase media creímos que estábamos a salvo”, dice. “Estábamos equivocados.”

Volviendo al centro histórico de la ciudad, Margarita Ravanal pasó la mayor parte del fin de semana en un edificio de adobe parcialmente colapsado con su esposo peruano. Después, el Domingo por la noche, se presentó a trabajar como niñera en uno de los barrios más ricos de Santiago, Las Condes.

Sus patrones son amables y generosos, pero nunca le han preguntado si a ella la afectó el terremoto. Sus ojos se llenan de lágrimas cuando recuerda que ellos hablan y hablan de lo asustados que se han sentido desde el temblor.

“Ellos no saben lo que es el miedo”, dice molesta. “Miedo es cuando uno pierde todo.”

Fuente:
http://www.nytimes.com/2010/03/09/world/americas/09chile.html

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