Se cumplen 50 años de la muerte de Albert Camus, quien fue Premio Nobel de Literatura en 1957. Entre su extensa obra merecen destacarse relatos como La peste y La caída y ensayos como El mito de Sísifo y El hombre rebelde.
Por Sylvina Walger
Mañana, lunes 4 de enero, se cumplirán 50 años de la muerte de Albert Camus. Acaecida en 1960 cuando el Facel-Vega, que conducía el editor Michel Gallimard, patinó en el asfalto y fue a estrellarse contra un árbol. Gallimard tardó unos días en morir, pero el escritor perdió la vida instantáneamente a consecuencia de la fractura de cráneo que le provocó el impacto. Entre los papeles que le encontraron había un manuscrito inconcluso, “El primer hombre”, de fuerte contenido autobiográfico y gran belleza.
Dejaba una viuda, Francine Faure, y un par de gemelos. Fue enterrado en Lourmarin, pueblo del sur de Francia donde había comprado una casa con el fruto de sus ganancias. Pese a una opinión muy difundida, a Camus no le gustaban los autos y menos la velocidad.
Convertido en el autor de algunos de los libros más vendidos en la Francia de posguerra, en 1957, a los 44 años, obtuvo el Premio Nobel de Literatura dejando en el camino a André Malraux, que ya nunca más podría recibirlo. Dramaturgo, ensayista, polémico analista de política nacional e internacional, figura ideológicamente controvertida y odiada en los dos extremos del arco político, aquel “francés de Argelia” (al que no le ahorraron el mote de “pied noir”) seductor con vocación de don Juan y vitalista, encontró su gran amor en la actriz María Casares, “la gran dama del teatro francés”, que era hija de Casares Quiroga, ministro y jefe de Gobierno de la Segunda República Española durante el gobierno de Manuel Azaña.
A Camus se lo ha caracterizado como “socialdemócrata de razón y libertario de corazón” y ha dejado una huella indeleble, y cada día más evidente, en la cultura literaria y política de nuestro tiempo.
Entre su extensa obra merecen destacarse relatos como La peste y La caída; obras de teatro como Calígula y Los justos; y ensayos como El mito de Sísifo y El hombre rebelde, entre muchísimas más.
En la revalorización actual que Francia ha hecho de su figura tiene mucho que ver el intento de “reapropiación de su memoria por parte de un Sarkozy hambriento de un pedigree intelectual del que carece. El debate comenzó cuando el presidente francés propuso trasladar los restos de Camus al Panteón (la Recoleta culta de Francia) y sus amigos saltaron objetando que al escritor no le hubiera gustado descansar allí entre grandes que para él no siempre fueron tan grandes. Algunos llegaron a decir que a Camus no había que “panteonizarlo” sino que leerlo. Toda una verdad. La firme oposición al traslado por parte de los hijos del premio Nobel terminó con la discusión y Camus continúa descansando en Lourmarin en una tumba al lado de la casa de su hija Catherine (62) mujer –para variar– de un Gallimard y custodia insobornable del legado de su padre.
El reconocimiento del que disfruta hoy Camus es mucho más amplio del que gozó en su época. La izquierda comunista de los sesenta y setenta lo confinó a una displicente marginalidad, aún fanatizada por aquel octubre que iba engendrar “el hombre nuevo” y que acabó despertando “horrorizada y confusa ante los osarios de Pol Pot”, según explica el diario El País. El compromiso de Camus fue siempre con el hombre, no con su concepto: por eso odiaba más lo que representaba Nechtaev, el fanático terrorista retratado por Dostoievski en Los demonios (la película se llama Los endemoniados y es de Andrej Vajda). Y por eso Camus resulta hoy más vivo que Sartre.
Camus nació en Argelia el 7 de noviembre de 1913, en el departamento de Constantine y en el seno de una familia de humildes colonos franceses dedicados al cultivo del anacardo. A todos ellos (los colonos) se los conocía comúnmente con el nombre de “pieds noirs” (pies negros). Su madre, Catalina Elena Sintes, nacida en Argelia, provenía de una familia originaria de Menorca. Era sorda y analfabeta. Su padre, Lucien Camus, trabajaba en una finca vitivinícola, cerca de la localidad de Mondovi, para un comerciante de vinos de Argel y era de origen alsaciano. Como muchos “pieds noirs”, y tras la Guerra Franco-Prusiana, había huido de la anexión de Alsacia por Alemania.
Durante la Primera Guerra Mundial, Lucien Camus resultó herido en la batalla del Marne y murió en 1914. Aunque su hijo no llegó a conocerlo, de su padre le quedó una fotografía y una significativa anécdota que marcaría en parte su derrotero: la repugnancia que le producía el espectáculo de una ejecución capital.
Después de la muerte de su padre, la familia Camus se trasladó a casa de la abuela materna en Argel, donde Albert se crió y estudió. Se recibió de bachiller y obtuvo un diploma de estudios superiores en letras en la rama filosofía. Jamás obtuvo la licenciatura por una tuberculosis que arrastró durante años. Hasta entonces había sido un buen deportista y un fanático del fútbol, donde siempre jugó como arquero. La tuberculosis acabó con estas ilusiones.
En 1935 se afilia al Partido Comunista, del que sale pitando en 1937 debido a sus profundas discrepancias con el pacto germano-soviético y su apoyo a la autonomía del PC de Argelia respecto del comunismo francés. En 1940, perseguido por el gobierno de Argelia (francés, claro) se ve obligado a emigrar a París, donde acabará siendo director del diario de la Resistencia, el mítico Combat.
Su ruptura con Sartre (algunos dudan que efectivamente haya ocurrido) fue en 1952 tras la publicación en Les Temps Modernes de un artículo en el que Sartre (su director y fundador) le reprochaba que su rebeldía era “deliberadamente estética”.
Camus era todo salvo un demócrata blando, explica el historiador húngaro Francois Fejtö, quien lo conoció en el momento de la liberación. “En su amor por la libertad había algo muy viril y es este idealismo puro, este heroísmo, que lo hace hoy tan popular sobre todo en los países del Este”.
Camus llevaba en sí un tremendo rechazo por la desmesura, que lo obligaba a marcar un umbral ético para la violencia política. En Los justos, por ejemplo, opone un terrorismo moderado, encarnado por el personaje de Kaliayev, al terrorismo incontrolado de Stepan. Para Camus el fanatismo de Stepan era el resultado de una mentalidad absolutista que cree detentar la verdad absoluta. Sin embargo hoy, tanto en Argelia como en el Medio Oriente, el que ha triunfado es Stepan. Triste final para quien su lema había sido “ni víctimas ni verdugos”.
Lo que el escritor no aceptaba era el pasaje de la resistencia al terrorismo, ya que a sus ojos el fin no justificaba jamás los medios (al contrario, los determinaba), y nada podía legitimar la agresión a los civiles.
Este pensador político, solitario, intuitivo y solidario lograba que sus editoriales de Combat testimoniaran una lógica sin fallas. Camus será uno de los raros resistentes a firmar para pedir la gracia de algunos colaboracionistas. Es el único que se pronunciará para denunciar el horror de Hiroshima en 1945. Sobre el drama argelino, que lo divide entre su solidaridad de “petit blanc” (blancos no nacidos en Francia, así de racistas…) y un anticolonialismo que excluye la violencia ciega del FLN, elige la irrealizable tregua civil. En su discurso ante el Nobel había llegado a preguntarse si el FLN no sería un “totalitarismo soft”.
Para Camus, siempre situado a la izquierda (hay quien piensa que “a pesar de él y a pesar de ella”), la vida merecía ser vivida, aunque el absurdo hubiera suplantado a la antigua esperanza en Dios o en la Razón. Hoy, cuando los intelectuales dan risa al intervenir en el debate público, Camus se agiganta. Leerlo sin prejuicios es no sólo homenaje sino restitución. Y el cincuentenario de su muerte resulta un buen pretexto para hacerlo.
Fuente:
http://www.criticadigital.com/index.php?secc=nota&nid=35390
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